Nadie hubiera adivinado que editar a Italo Calvino en Cuba, donde se decretó la «congelación absoluta» de sus libros en 1971, se iba a convertir en moneda de cambio diplomático entre Roma y La Habana. Eruditos y embajadores, aficionados y burócratas, maestros, críticos y dirigentes soñolientos se congregan ahora para celebrar el centenario del escritor, al que quizás le hubiera divertido constatar lo elástica que es la memoria de un censor en el trópico.
El aquelarre es de todo menos inofensivo. La cultura –lo que el régimen cree que es la cultura, tras mucha depuración y recorte– es una de las maneras de convencer a Europa de que en esa isla queda algo de civilidad, y que el dinero de la Embajada italiana puede usarse para imprimir, aunque sea en tiradas microscópicas, libros en otro tiempo prohibidos. Para rehabilitar al autor, los que una vez lo enterraron en vida –por haber defendido a Heberto Padilla tras su arresto por la Seguridad del Estado– ahora insisten en sus orígenes. Nacido en Santiago de las Vegas en 1923, casado en La Habana en 1964 con la argentina Esther Singer, Calvino no puede ser otra cosa –razonan– que una suerte de cubano perdido o un italiano por error.
Los padres de Italo, Mario Calvino y Eva Mameli, se instalaron en la Isla en 1917, durante el Gobierno de Mario García Menocal. Su casa –donde nació el hijo– es hoy la sede del Instituto de Investigaciones Fundamentales en Agricultura Tropical y guarda un pequeño archivo de la familia, casi virgen para sus estudiosos.
- CHECALO -
Alguna vez Menocal y Mario Calvino cruzaron cartas: «Quiero ver si usted logra que este árbol, ahora en tan malas condiciones y poco apreciado por quienes de él esperan frutos, recobre lozanía y produzca lo que el país tiene razón de esperar. Aquí le doy un machete para probarlo. Sépalo manejar bien. Tiene usted la oportunidad para hacer algo bueno en Cuba». El árbol –que parece una molesta metáfora del país– fue salvado por el agrónomo, no sin quejarse de que «hubo quien no quería que prosperase».
Un artículo publicado hace varios años en Opus Habana, la revista de la Oficina del Historiador, elogiaba a Eva Mameli por un gesto sospechosamente patriótico: sustituir la vieja bandera cubana de la entonces Estación Especial Agronómica, donde vivía la pareja, por una nueva. Mameli dio a luz a Italo en 1923, y dos años después volvieron a la ciudad ligur de San Remo.
La temprana edad del niño en el momento en que los Calvino retornaron a su patria contribuyó a que se criara como europeo, sin la menor reminiscencia criolla
La temprana edad del niño en el momento en que los Calvino retornaron a su patria contribuyó a que se criara como europeo, sin la menor reminiscencia criolla. Calvino podría ser cubano solo a la cañona –para usar la fórmula de Cabrera Infante–, lo cual es una mala noticia para La Habana y sus amigos en la Embajada italiana.
Calvino viajó a Cuba en 1964, visitó la vieja casa de los padres y se casó con Singer. El clima soporífero y acartonado de La Habana lo recuerda bien el escritor mexicano Jorge Ibargüengoitia en su crónica Revolución en el jardín. Calvino, que había premiado una novela de Ibargüengoitia como jurado del Casa de las Américas, su mujer y los demás invitados tuvieron que soportar una disertación de Lisandro Otero sobre el Merendero de los Tiburones, un rincón de la costa habanera donde los bañistas que se atrevan a entrar acaban devorados.
Cuatro años después, llegaron a las librerías cubanas miles de ejemplares de Las dos mitades del vizconde –escrito por Calvino en 1952–, bajo el sello Cocuyo, el mismo que publicó a Salinger, Faulkner y otros narradores esenciales. No duró mucho la luna de miel y, tras la detención de Padilla, la memoria del ligur nacido en el trópico cayó en desgracia.
Un periodista oficialista escribió este sábado que Cuba fue un país con el que Calvino «nunca rompió vínculos». No se equivoca: no fue él, fue Cuba, sus agentes, sus comisarios culturales –los mismos que hoy premian y editan con el dinero de la Embajada italiana–, quienes borraron al autor de Las cosmicómicas de su catálogo.
Ahora, los directivos de la Unión de Escritores se hacen retratar con la recién publicada trilogía Nuestros antepasados. El hecho de que esos tres elogios de la libertad, la disensión y la crítica se publiquen en la Isla lo hace respirar a uno aliviado: los censores del próximo milenio no leen. Tampoco nos dicen quién paga por esos ejemplares en un país en un contexto de absoluta debacle editorial, ni si se venderán libremente y no –como ha ocurrido con otros títulos de Calvino– a un grupo selecto.
Quizás sea en ese país adolorido donde cobre sentido la gastada frase de Marco Polo a Kublai Khan en Las ciudades invisibles, y la lectura de Calvino sea para los cubanos lo que, «en medio del infierno, no es el infierno».
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