Martí es bueno, Weyler es malo, Chibás es dudoso y un poco histérico. Los cubanos siempre fueron temerarios; los españoles, vagos; los americanos, codiciosos. El independentismo era ineluctable; el anexionismo, desaconsejable; el reformismo, un síntoma de flojera y falta de carácter. Céspedes es el padre de la patria; Mariana, la madre; Gómez, el abuelo; Martí el autor intelectual; Batista, el padrastro mulato; Che Guevara, el sobrino hippie y fumador; pero Fidel… Fidel lo es todo, alfa y omega, Fidel es el cabo de San Antonio y la punta de Maisí, el caimán barbudo. Fidel es nada más y nada menos que el sóngoro cosongo, el tíbiri-tábara, la piedra angular.
De las cenizas de Hatuey a las letanías del Partido Comunista, la historia de Cuba que se nos queda en la cabeza es –para llevarla bien– maniquea y escolar. Es lógico. Un país casi siempre torpe en su presente será olvidadizo con el pasado y ciego en su futuro. Supongo que cualquier ciudadano, si no es víctima del complejo de culpa, dará por sentado que su país es decente, que ha librado solo guerras justas e inevitables y que defiende valores democráticos, la cultura, la libertad y tal. Pero en eso el cubano lleva las de perder.
Los que mandaron en la Isla fueron casi siempre villanos, disfrutaron de un talento poco usual para manipular la memoria, y manosearon a los intelectuales
- CHECALO -
Los que mandaron en la Isla fueron casi siempre villanos, disfrutaron de un talento poco usual para manipular la memoria, y manosearon a los intelectuales hasta que dijeron lo que convenía decir. Si los escritores pagaron un precio alto por su complicidad –la ruina y mediocridad actual de la literatura cubana–, los historiadores deben responder por algo más grave: haber destruido el pasado de Cuba, lo único que podía darnos cierto orgullo, cierta alegría de ser –a pesar de la distancia y el asco– cubanos.
Se nos perdieron los libros, se nos cayó el tabaco, nos picó el alacrán, todo se fue a bolina. En lugar de buscar la historia en A pie y descalzo o en los ensayos de Humboldt, en el Libro de los Peces o El ingenio, volvemos otra vez a la maestra de primaria, que nos obligaba a recordar, tiza y pizarrón mediante, en qué año de la Revolución vivíamos.
Ni el exilio nos salva, porque la mala memoria sabe cruzar el mar y sacar pasaporte. Pocos editores cubanos hicieron lo que el judío holandés Johan Polak, que tras escapar del exterminio nazi fundó una editorial para salvar –en volúmenes lujosos, además– la literatura clásica. Compartimos el éxodo y la desgracia con los hebreos, pero no su amor por los libros. Es difícil encontrar un texto cuidado de Julián del Casal, un facsímil de los grabados de la invasión inglesa a La Habana, el catálogo casi mágico de José Severino Boloña o la Novena a San Agustín, el folleto de 1722 que destronó a la Tarifa de Precios y Medicinas como el primer impreso de la Isla.
Pero esto es erudición, material para ratones bibliófilos. Lo que urge realmente es un libro que haga saber a los cubanos –sobre todo a los jóvenes–, que Pepe Antonio no fue un héroe, sino un caudillo local e indisciplinado. Un texto que admita lo mucho que se deben –en ambos sentidos– Cuba y España, que nos vacune por adelantado contra la idiotez de derribar estatuas y exigir disculpas. Que se llame sacerdote o cura a Varela, y no el aséptico presbítero. Que se le ponga rostro a los grandes millonarios de la colonia, conspiradores mayúsculos; que se hable de piratas y corsarios y naufragios intencionales (el gran negocio de la época).
Que se cuente la historia de los masones, los judíos, los santeros, los oddfellows, los rosacruces y teósofos (Sarduy empezó en la literatura escribiendo un poema inspirado en Krishnamurti). Que analicen con cuidado la Reconcentración, el año 1898, la Revolución del 30 y el castrismo (como metástasis de un cáncer que venimos cargando desde hace décadas). Hay que editar bibliotecas cubanas –dentro o fuera del país, da igual– y transcribir papelerías.
Contar una historia es perderla, dice Piglia, pero solo poseemos aquello cuya historia conocemos
Sólo el exilio cubano tiene hoy las condiciones para reconstruir la memoria. Dentro no hay ganas, ni dinero, ni gente. Sin ese pasado no se pueden ensamblar las piezas de un país futuro, libre de la grisura comunista, con historiadores de profesión que retomen el negocio donde lo dejaron Moreno Fraginals o Leví Marrero y que pregunten qué han estado haciendo Oscar Zanetti o Rafael Acosta, y la larga lista de Premios Nacionales de Historia, que se precia de tener entre sus filas a Raúl Castro.
Contar una historia es perderla, dice Piglia, pero solo poseemos aquello cuya historia conocemos. En Respiración artificial, el novelista sueña con la posibilidad de un hombre-museo. Alguien, joven o viejo, con una memoria perfecta del país, de lo que fue y lo que pudo ser. Un hombre al que haya que consultar, en el futuro, como único y último testimonio de una época. Menos optimista, no creo en el sueño de Piglia. Pero sí en las bibliotecas.
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