Cienfuegos/El silencio marcó la Nochebuena en la ciudad de Cienfuegos. La música y el jolgorio que años atrás acompañaron la tradicional cena familiar brillaron por su ausencia este martes, una jornada donde los cortes eléctricos no dieron tregua a una población que se ha ido adaptando a vivir entre penumbras y a acostarse temprano en medio del apagón.
Sentadas a las afueras de sus casas, próximas a la Catedral, dos vecinas sacaron desde temprano un par de sillones para escapar de la oscuridad en sus viviendas. «Darse balance», como se dice popularmente al acto de mecerse en estos tradicionales muebles, fue lo más parecido a un festejo navideño que vivieron. Ambas mujeres, no obstante, se sienten afortunadas de tener una a la otra.
Con un creciente éxodo de jóvenes, los ancianos que quedan solos tras la migración de sus hijos y nietos, dependen cada vez más de la red vecinal. Aquellos que tienen cerca amigos o conocidos que les puedan auxiliar en una emergencia, regalar un plato de comida o pasar algunos minutos al día junto a ellos son afortunados. Este 24 de diciembre esos vínculos hicieron la diferencia.
«Este año no pude poner el arbolito de Navidad, porque está roto y las luces ya no encienden», lamenta Carmen desde un banco junto a la puerta de su casa, en la calle San Ignacio. Viuda desde hace apenas dos meses, cuando falleció su esposo, la mujer de 79 años pasó la noche sin apenas compartir un par de palabras con algún transeúnte que pasaba. «Lo más duro es la soledad», cuenta a 14ymedio.
- CHECALO -
«Este año no pude poner el arbolito de Navidad, porque está roto y las luces ya no encienden»
La crisis económica ha mordido la vida de Carmen por todos lados. Con una pensión de 1.800 pesos mensuales, que no le alcanzan para comprar siquiera dos libras de carne de cerdo, la mujer ha ido recortando cada año rituales a unas fechas que sus padres le enseñaron a amar desde que era una niña. «Primero desaparecieron las uvas y ya no queda ni la yuca», lamenta.
«Esta noche me voy a conformar con un poquito de arroz blanco y un huevo hervido que me regaló una vecina», detalla. Sin esa mano amiga que le donó la única proteína animal que tendrá sobre el plato, Carmen habría tenido que conformarse solo con unas cucharadas del cereal y, aún así, se sentiría «afortunada porque hay otros que ni arroz pueden tener», sentencia.
«Esta noche me voy a conformar con un poquito de arroz blanco y un huevo hervido que me regaló una vecina»
En una foto familiar de hace más de 70 años que muestra a la luz de una vela, Carmen es una niña pequeña con una bata de cuello alto que está sentada a la mesa con una docena de parientes. La escena, humilde pero festiva, ocurrió en el patio central de la misma casa que ahora es una cueva oscura en medio de la noche sin electricidad. Todos sonríen para la instantánea, hay muchos jóvenes, al menos tres niños y la matriarca familiar levanta una copa.
Entre aquella foto y la Nochebuena de este año no solo ha pasado el tiempo. «Es como si fuera otro planeta», reflexiona la mujer. Sobre la mesa, las fuentes rebosan de yuca, lechón asado y arroz. Todos miran a la cámara y, al observar sus rostros es fácil imaginar las voces, las risas y probablemente la música saliendo de algún tocadiscos en un rincón. «Mis primos se fueron del país unos años después de esta foto, cuando lo del puerto de Camarioca [éxodo de 1965]», comenta.
«Mis primos se fueron del país unos años después de esta foto, cuando lo del puerto de Camarioca [éxodo de 1965]»
Carmen vuelve al presente, guarda la foto y recoge el banco antes de entrar a su vivienda. Su Nochebuena ha terminado.
Para Felipe, de 71 años y quien también ha sacado para la acera una silla, el poco festejo de la noche le llega a través de su teléfono móvil. «Antes se ponía mucha música, si caminabas por estas calles todo el mundo te brindaba algo, un vecino te daba un trago de ron, otro una cerveza, más allá un chicharrón», recuerda. Sin embargo, con los ojos pegados a la pantalla, este año está disfrutando, en la distancia, de los festejos en Miami, Estados Unidos.
Para Felipe, de 71 años y quien también ha sacado para la acera una silla, el poco festejo de la noche le llega a través de su teléfono móvil
Con gorritos rojos y frente a un imponente árbol cargado de guirnaldas, el nieto de Felipe se ve sonriente. «Se fue hace unos meses, es su primera Navidad allá», cuenta el orgulloso abuelo. El joven ha enviado decenas de fotos: una de su mesa repleta de comida con velas y copas burbujeantes; otra con los adornos de renos y Santa Claus que los vecinos han colocado desde hace semanas a las afueras de sus casas y en sus jardines; también algunas con sus colegas del trabajo en un almuerzo navideño.
«Yo vivo todo esto a través de él, soy feliz porque él está feliz y porque no está aquí», remarca el cienfueguero. Su hija, que lleva más tiempo en EE UU, ha podido enviarle unos dólares para que pase «lo mejor posible el fin de año». Pero Felipe siente que no solo es cuestión de recursos: «Se lo agradezco pero el acompañamiento de la familia no tiene precio». En su casa, sobre la hornilla ya apagada reposa la cena de Nochebuena. «Mi esposa y yo no tenemos hambre ahora mismo» dice y sigue revisando atentamente su teléfono.
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