La Habana/El verraco se mueve a sus anchas por las calles de Luyanó, en La Habana. Como si supiera que este 31 de diciembre le han perdonado la vida –todavía tiene muchas puercas que fecundar y crías que ver crecer– olisquea tranquilo la hierba de las aceras y hace caso omiso de su dueño, que lo saca a pasear como si de una mascota se tratara.
La escena es casi bucólica –el perro sato corretea a su lado, el dueño saluda a quienes se encuentra– si no fuera porque el apetito del cerdo no perdona: si bicho encuentra, bicho come. El problema es cuando sus dientes hallan un cascarón duro y una masa gelatinosa: es el caracol gigante africano, que dio con el depredador más improbable.
Al dueño parece no importarle. El verraco ha logrado quebrar la concha y ya mastica pie, mucosa y tentáculos. En el paladar del extraño cazador, la presa es un manjar y en pocos minutos ya no queda rastro ni del peligroso molusco, ni de su bonita concha en espiral.
El perro, quizás por un sexto sentido que le dice qué es bueno para el estómago y qué no, no interfiere. Lo que el verraco acaba de desayunar es un animal altamente tóxico, capaz de devorar –si su víctima no se mueve, claro– lo que sea. Su lenta invasión a las calles cubanas comenzó hace una década y no ha hecho más que aumentar. Circunscritos antaño a espacios rurales, ahora son los dueños de la calle.
- CHECALO -
Es una plaga. Los cubanos los esquivan y a veces destrozan su caparazón, cuando el apuro no permite ver bien la acera. Sin embargo, es raro que encuentren una némesis, como ocurrió este miércoles con el desafortunado caracol de Luyanó. En su vida, que puede llegar a los seis años, va recolectando bacterias, parásitos y excrementos. El rastro que deja su baba dista mucho de ser inofensivo.
Sin el más mínimo atisbo de preocupación, exhibiendo sus berocos a la poca brisa habanera, el puerco sigue su camino. No sospecha –aunque sí debería saberlo su propietario– que lo que acaba de ingerir es prácticamente veneno, y que su labor como macho para garantizar la continuidad del chiquero doméstico peligra. Quizás, de hecho, ni siquiera llegue vivo al 31 de diciembre. Y no por las razones habituales.
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