Desde fuera, La Gran Vía, la otrora deslumbrante dulcería de Santos Suárez, en el municipio habanero de Diez de Octubre, parece tan abandonada como en los últimos años. La fachada, descascarado el rojo de sus columnas y descolorido el azul de sus letras, ni siquiera tiene ya el luminoso “Sylvain para usted”, que indicaba la cadena estatal que fue su último dueño. Al otro lado de los cristales, el espacio está a oscuras y sin movimientos, aunque se ve una hilera de sillas colocadas hacia dentro, pegadas al gran ventanal, y se atisban algunas latas vacías.
Todo indicaría que está vacío desde hace mucho tiempo, pero los vecinos del lugar informan de otra cosa muy distinta: “Esto lo cogieron para vivienda, ahí hay una pila de gente”. Que el lugar lo ocupe una cantidad considerable de habitantes no es de extrañar, teniendo en cuenta el gigantesco tamaño de sus salones.
Cualquier habanero aún recuerda los tiempos en los que la dulcería vendía sus famosos cakes de nata por 3,50 pesos. “¡Ay, y de chocolate y de todo, exquisitos!”, rememora una de las residentes del barrio, casi relamiéndose, enumerando todos los tipos de dulces que se encontraban en el lugar: pastelitos de guayaba, señoritas, montecristos, capitolios, torrejitas y, por supuesto, pan fresco. “Mi abuela era fanática del cake de nata que hacían, recuerdo que en varios de sus cumpleaños mi madre le compró uno. A nosotras, como son los niños, no nos gustaba, nos parecía que tenía un poco de sal”, explica Luisa, una habanera de El Vedado, con añoranza.
Que el lugar lo ocupe una cantidad considerable de habitantes no es de extrañar, teniendo en cuenta el gigantesco tamaño de sus salones- CHECALO -
Aquellos tiempos no son tan lejanos. “Incluso en el Período Especial comprábamos cakes de nata”, cuenta María, una mujer de unos cuarenta años, residente en Centro Habana. A pesar de transcurrir los terribles años 90, luego de la caída del Muro de Berlín y el fin de los subsidios soviéticos, La Gran Vía conservaba atisbos de su antiguo esplendor.
María cuenta, incluso, cómo uno de sus empleados ayudó a su familia a sobrellevar la escasez de aquel tiempo: “El hombre, un negro viejo y flaco que había trabajado en una base de carros fúnebres, nos guardaba la recortería de las panetelas y las tortas que hacían allí. Las tostaba en los hornos del local y nos regalaba aquellos trozos de distintos tamaños que se parecían mucho al esponrús [deformación de sponge rusk, bizcocho esponjoso]. Esos pedazos irregulares, desechados durante la confección de cakes y demás, nos ayudaron mucho en el día a día”.
Si La Gran Vía era la mejor dulcería de La Habana durante la peor crisis económica de Cuba hasta entonces, se puede imaginar lo que llegó a ser en sus mejores años. Definida como “legítimo orgullo para la industria cubana” según la enciclopedia ilustrada Libro de Cuba publicada en 1953, había sido fundada en Güines por tres españoles de Toledo –ciudad célebre por sus dulces almendrados como los mazapanes–, los hermanos José, Valentín y Pedro García Moyano.
Su negocio y su fama prosperaron, y en los años cuarenta dieron el salto a La Habana, al mismo lugar de Santos Suárez donde pervive su ruina hoy. Según contaba un viejo empleado, Bartolo Roque, a Maite Rico y Bertrand de la Grange en un reportaje publicado en 2009 en la revista mexicana Letras Libres, la pastelería llegó a tener 120 empleados.
En sus buenos tiempos la pastelería llegó a tener 120 empleados
Así describían los reporteros las fotos en blanco y negro que les enseñó Roque, entonces de 78 años y apenas un adolescente cuando fue contratado en La Gran Vía: “Una pastelería reluciente y luminosa. Las cocinas con los hornos. Cinco elegantes señoritas muy atareadas recogiendo encargos por teléfono. Flota de camionetas de reparto, con sus choferes uniformados. Bartolo haciendo un pastel. Y en otra, 37 operarios y ayudantes, todos con largos delantales y gorros blancos, posan frente a incontables pasteles de nata”.
El anciano narraba también cómo “traían la leche en cántaros para hacer la nata” de los cakes que eran especialidad de la casa.
Todo eso empezó a cambiar tras el triunfo de la Revolución, cuando el negocio, como todos los privados en la Isla, fue confiscado. Los hermanos García Moyano huyeron al exilio –en su caso a Puerto Rico–, y con ellos varios maestros pasteleros, pero los que se quedaron, como Bartolo Roque, ayudaron a que el legado no se perdiera del todo. “No se hace lo que se debe hacer porque carecemos de materia prima”, decía el viejo dulcero en 2009, culpando al “bloqueo”, y elogiando el espíritu que guiaba a la pastelería: “Igual se hace un cake por valor de 1,50 pesos que otro de 500. Todos ellos de la mejor calidad. Lo mismo acuden a la casa los ricos y gentes de la alta sociedad que personas modestas y de condición humilde”.
Todo eso empezó a cambiar tras el triunfo de la Revolución, cuando el negocio, como todos los privados en la Isla, fue confiscado
Es muy improbable que Roque viva hoy. En cuanto a La Gran Vía, puede decirse lo mismo desde hace años. Su situación calamitosa ha sido puesta en evidencia por los residentes en varias ocasiones, a través de imágenes compartidas en redes sociales.
El pasado 29 de junio, Yoel Tamayo Valdés denunciaba en Facebook el “actual y total abandono por las autoridades y su empresa Sylvain” de la que “otrora fue la mejor y más adelantada dulcería, técnicamente industrializada y equipada”. El usuario asegura que se hicieron “ingentes esfuerzos” por parte de particulares para alquilar el local y explotarlo, pero no les hicieron caso. “Conozco de un amigo excelente dulcero, el cual tenía un inversionista con más de un millón de pesos para invertir, hace cerca de dos años, y después de pelotearlos y el director de Sylvain no darle la cara para que le ofreciera algún tipo de información y pasar a negociaciones, jamás le prestaron dicha atención y por supuesto se perdió la oportunidad”, cuenta Tamayo Valdés.
Luego de la caída del Muro de Berlín y el fin de los subsidios soviéticos, La Gran Vía conservaba atisbos de su antiguo esplendor
El hombre también manifestaba su disgusto por el hecho de que el local hubiera sido okupado. “Cómo es posible que jamás se le haya dado solución a La Gran Vía”, clamaba, “y venga una familia, rompa la puerta y se meta a vivir con total impunidad”. Y proseguía su diatriba: “¿Por qué no se para este tipo de piratería?”.
Los indicios de que alguien vive dentro de La Gran Vía, sin embargo, no son más que palabras. Las puertas acristaladas cerradas, una planta electrógena apagada fuera. “Hay dos puertas de madera, quizá es la entrada a las oficinas o al almacén”, indicaba un hombre que vendía pajaritos. Preguntado por más detalles, no quiso hablar más, y se fue con su jaula a cuestas.
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