Salamanca/Cuando acabé de leer Entre Rusia y Cuba (Ladera Norte) no pensé ni en Rusia ni en Cuba. Ni siquiera pensé en Jorge Ferrer. Me vino a la cabeza mi viejo ejemplar de Mímesis, con precinta en el lomo y pegamento barato entre los cuadernillos. Más que un libro, era un animalito frágil y subrayado, que muy poca gente en mi facultad tenía. La prosa de Ferrer, digo, me recordó de inmediato a Erich Auerbach, filólogo, judío y exiliado en Estambul –cada cosa con su condena– durante la Segunda Guerra Mundial.
Para determinado lector, lo más conmovedor de Mímesis es su epílogo. Después de escribir algunos de los ensayos más sagaces sobre Homero, Dante o Proust, Auerbach se disculpa por no haber contado, en Turquía, con una buena biblioteca para nutrir su investigación. Ni autocompasión ni nostalgia. Ni una palabra sobre la cacería de los nazis. Solo el deseo de que su reconstrucción de la literatura y la memoria europeas llegara, algún día, a los “amigos supervivientes”.
Tengo la impresión de que el libro de Ferrer, si soporta bien el tiempo y encuentra a los lectores correctos, se convertirá en un clásico. Lo digo sin tremendismo. Lo digo tranquilo y con el texto en la mano. Una prosa formidable, un estilo lúcido y divertido, una misma voz que se reencarna en tres avatares –el byushi, el apparatchik y el pioner–, una reflexión sobre la Isla como centro de una telaraña, cautiva y captora, y con el mismo espíritu de Mímesis: conocer, conocerse, curarse.
El libro-tríptico de Ferrer también recuerda, desde luego, a la Trinidad de Andréi Rubliov, el más célebre de los iconos rusos. No es la biografía de tres ángeles –nada más lejos–, pero sí meditación, examen de conciencia y un gesto de hospitalidad hacia los fantasmas, incluyendo –si no es demasiada metafísica– al futuro fantasma del escritor. Uno sabe que sin éxtasis no se pudo pintar la Trinidad. La misma ley es aplicable a las páginas de Ferrer.
- CHECALO -
Entre Rusia y Cuba fue un libro largamente esperado. El vínculo entre ambos países ha alimentado numerosas polémicas y Ferrer, que vivió buena parte de su juventud en Moscú, era el cronista ideal. A la manera de María Stepánova –a quien tradujo–, se lanza al abismo de los recuerdos familiares, que son también los de todo un país. El abuelo policía de Batista, el padre diplomático, el hijo exiliado. Cada avatar marca un cambio de vida y a veces de nombre, una falsificación de la memoria para hacer más tolerable la existencia.
En un territorio tan inestable, las palabras son anclas. Por eso Ferrer define a sus parientes con términos en un idioma tan cortante y específico como el ruso. Federico –el abuelo– fue un byushi, un ex hombre, un sobreviviente en el sentido que Gutiérrez Alea dio al término; Jorge –el padre– fue un apparatchik, un engranaje de la máquina estatal; y él, nieto de siquitrillado, se retrata como un pionero, con pañoleta y entusiasmo, un boy scout del futuro luminoso.
En un territorio tan inestable, las palabras son anclas. Por eso Ferrer define a sus parientes con términos en un idioma tan cortante y específico como el ruso
El primer requisito de los pioneros es “que se sepan callar la boca”, dice Fidel Castro en un escalofriante discurso a los niños en 1962. No se supo callar Ferrer, que habla hasta por los poros –del papel, se entiende– sobre ese pasado que no es en modo alguno remoto. La orden de callar sigue dada y va inscrita en las espirales de nuestro ADN. Ante el “mejor amigo de los pioneros”, sea Fidel o Stalin, el silencio parece lo más oportuno. Calló hasta Dulce María Loynaz, a quien Ferrer visitó en 1992 con una periodista que insistía en meterla en camisas de once varas. “¿No ven lo frágiles que tengo estas piernas? ¿Por qué me empujan entonces a que camine con ellas sobre el hielo?”, protesta la escritora en uno de los pasajes más memorables del libro.
Para quien no sepa callar queda “escalar por la piel del mapa”, una bella expresión con la que Ferrer traza una analogía entre cubanos y judíos. Gente de la gran marcha, que nace en una tierra para morir en otra. Pueblos que parecen vivir para el castigo y tropezar con las mismas piedras. De hecho, el sentimiento –muy judío– de excepcionalidad embriaga a los cubanos. El afán de ser únicos, que Ferrer diagnostica, parece mover los hilos de la trama nacional.
El día que Cuba nació para Rusia –el 28 de mayo de 1943, según Ferrer– lo hizo por pura lujuria de excepcionalidad. Stalin se hace informar, conversando con un emisario de Batista, sobre los recursos de la Isla, su ejército y su relación con Estados Unidos. No fue suficiente entonces. “Cuba tenía que hacer un esfuerzo mayor para servir a la Unión Soviética. ¡Y lo hizo, aunque le llevó unos lustros!”, reflexiona Ferrer.
Para cuando el pioner fue a estudiar a Moscú, ya Cuba se había ofrecido en cuerpo y alma al Kremlin. Como Auerbach, miles de cubanos tuvieron que apurarse y salir. Abandonar patria, vida y biblioteca. Una avalancha de siquitrillados que naufragaron en Miami o Madrid. El último panel del tríptico recoge los años de juventud de Ferrer, su larga marcha hacia el exilio –como la del abuelo byushi y, en cierto modo, la del apparatchik– y la enumeración de todo lo que le quedó de su país.
En lo que es, quizás, el gran ‘aleph’ de la nostalgia cubana, Ferrer compone el fragmento verdaderamente clásico del libro
En lo que es, quizás, el gran aleph de la nostalgia cubana, Ferrer compone el fragmento verdaderamente clásico del libro. Una interminable letanía de recuerdos y objetos perdidos, que empieza en las meriendas de la primaria y acaba –con la inevitable cabeza de Castro asomándose a cada rato– con Juana Bacallao. Un rosario que admite a las africanas, el acto y efecto de chivatear, el meprobamato y el cañonazo de las nueve. Libros, pacotilla y canciones. No pocas canciones.
He visto que existe una especie de banda sonora, seleccionada por Ferrer, para amenizar la lectura de Entre Rusia y Cuba. Cada canción invoca a una parte de sus muertos y los hace hablar con música. Por ese disco íntimo pasean Pablo Milanés, Feodor Chaliapin, La Sonora Matancera, Olga Guillot y Daymé Arocena. Creo que es la única lista del mundo que pone en un extremo a Sara González y en el otro a Rosalía. Todo muy exótico y al mismo tiempo familiar, a la medida del libro y de Cuba, como el programa de televisión que Raquel Mayedo presentaba en mi infancia con la aspiración de ir, ella también, “contra el olvido”. Me reí mucho con estos cruces y casualidades, pero hasta un punto, porque todo clásico es también un monumento a la tristeza. Sin monumentos, sin que lo malo se transforme en piedra y se erosione y esparza, ¿cómo podríamos soportar la vida?
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