Matanzas/Levantarse de madrugada, preparar un café y salir rumbo al Banco Popular de Ahorro de la calle Medio, en Matanzas, se ha convertido en una rutina que Magda repite entre tres y cuatro veces por mes. Antes de las 5:00 am, la matancera de 47 años ya está en la sucursal marcando la cola para extraer dinero del cajero automático. La entidad, sin embargo, no abre sus puertas hasta tres horas y media más tarde.
«Cuando tengo que venir a sacar dinero siempre llego muy temprano, pero no importa a la hora que me levante, aquí siempre hay gente: coleros o personas que están dispuestos a esperar desde más temprano», cuenta a 14ymedio Magda. «Enseguida me siento en la escalera y a esperar».
Magda vive cerca del banco, pero a esa sucursal llegan clientes caminando varios kilómetros desde, por ejemplo, Peñas Altas. Según explica, llegar temprano no garantiza que pueda retirar el monto esperado. «Cuando el banco abre, ya los coleros se fueron y llegaron quienes los contrataron –a veces más de uno– y los sustituyen. Cuando vienes a ver, el número de personas que tenías delante se duplicó», refiere. «Lo otro es que este banco no siempre tiene dinero y venir aquí es un juego de azar».
A las 8:30 am una trabajadora de la sucursal abre las puertas a la multitud ansiosa y repite el abecé de todas las mañanas: «En breve se pondrá dinero en el cajero, cada cliente podrá extraer solo 10.000 pesos e introducir dos tarjetas como máximo. Mantengan la cola organizada», advierte.
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Con la espera por el dinero comienza la incomodidad. «Ninguna de esas personas estaba aquí a las 7:00 am, cuando yo llegué», se queja una mujer. «Ay, hija, ¿no te das cuenta que ese hombre les hizo la cola? Aquí todo está cuadrado», responde otra.
Además de la poca disponibilidad de efectivo, los clientes se quejan de las largas horas de espera, que no entienden de horarios laborales, cansancio ni hambre. «Ya avisé en el trabajo que iba a llegar tarde. El jefe me volverá a regañar, pero no hay remedio. Si quieren que estemos temprano, pues que no nos paguen por tarjeta», refunfuña una joven oficinista.
Con lo difícil de la tarea, los cubanos han ideado varios «trucos» para extraer el dinero o hacerlo de forma más rápida. «Ese hombre de ahí vino temprano con su mujer y ella se fue a otro cajero por si aquí se acaba el efectivo», asegura Magda. Otros, refiere, tienen contactos en varios bancos y llaman para saber si pondrán efectivo. «Yo misma tengo una amiga en el cajero de El Naranjal que me dijo que hoy no habría efectivo para ese, ni para los de la funeraria y la calle Contreras», cuenta.
«El problema es que, con la inflación, cualquier cosa que compres te sale en 1.000 pesos y por tanto se necesita sacar cantidades grandes del banco. Eso mismo es lo que cobran, por ejemplo, los coleros, pero yo no puedo darles ese gusto. En fin, que a 10.000 pesos por cabeza, hay veces que con las primeras cinco personas que pasan ya se acabó lo que se daba», lamenta.
Las horas pasan lento y la cola no parece avanzar. «¿Quién es el último de los impedidos?», pregunta una mujer sin ninguna discapacidad visible. Enseguida el recelo en la cola se dispara. «Ahorita pasaron dos personas de una mipyme y sacaron un montón de billetes grandes. Ahora se aparece usted con que es impedida física. Cuando vengamos a ver, se acabó la ‘plata’, y los que estamos aquí desde temprano, nos quedamos sin coger nada», gruñe un hombre ante la mirada indiferente de la mujer, que introduce su tarjeta en el cajero.
La misma empleada que horas antes dio instrucciones a los clientes ahora sale, mira la cola y entra de nuevo en la sucursal sin decir palabra. «¿Será que ya se va a acabar el dinero?», la pregunta le pone los pelos de punta a toda la fila. «No han pasado ni diez», dice un anciano.
«Mucha bancarización y todo, pero en ningún lugar te aceptan el pago por transferencia. El otro día necesitaba comprar urgente unas medicinas y tuve que ir hasta Varadero a sacar dinero», se queja un joven.
«¿Quién es el último?», pregunta un hombre que llega en bicicleta, pero no hay respuesta. En lo que el recién llegado organiza la cola, la joven oficinista, a quien ya había llegado su turno y estaba extrayendo efectivo, da la mala noticia: «Se acabó el dinero. Solo pude sacar 2.500». Muchos de los clientes se molestan y comienzan a protestar, pero la mayoría, para los que esa situación es una rutina, cogen sus cosas y se van. Falta media hora para las once de la mañana.
Los empleados de la sucursal no dicen una palabra. Solo el custodio del banco le aclara la duda –por lo demás bien sabida– a una anciana: «Hasta mañana no ponen un peso más».
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