Manzanillo/Son las cinco de la tarde en la parada de la terminal de ómnibus de Manzanillo, en la provincia de Granma, y la gente no aguanta más. El calor ronda los 33 grados y los bultos –casi todo el mundo lleva un jabuco o saco– serán lo más difícil de subir al camión que acaba de llegar. Lento, con la carcasa blanca y verde, y un fuerte hedor a diésel, el vehículo parquea y abre su compuerta.
Cobra 200 pesos por el trayecto de unos 50 kilómetros hasta Bayamo y comparte carretera con otros camiones privados –también verdes y pesados– que mantienen a duras penas la conexión de Manzanillo con otros municipios cercanos. La implementación de los nuevos precios del combustible no solo extinguió la circulación de las guaguas estatales, sino que le complicó la vida a los transportistas privados.
Pero el que inventó la ley, asegura el refrán, hizo la trampa. “No me preocupa que el diésel esté perdido”, cuenta a 14ymedio uno de los choferes de esa ruta vital entre las dos grandes ciudades que se disputan el protagonismo en esa provincia bicéfala. “Tengo mis contactos en varios servicentros de toda la provincia. Cuando surten, me avisan y arranco rápido a llenar el tanque”.
La información cuesta, pero vale la pena. “El dinero que pierda después se lo saco con creces, porque la compra es de primera mano”. Si tuviera que acudir al mercado informal, la lata de diésel le saldría entre 3.000 y 5.000 pesos, según el proveedor, y el litro de gasolina a 600 pesos. “Pero siempre hay”, reconoce el chofer.
- CHECALO -
Los servicentros de Manzanillo habilitados para la venta en dólares no han impuesto un límite a los turistas, a diferencia de lo que ocurre en algunas otras provincias, como Ciego de Ávila. Hay una explicación: muy pocos viajeros pasan por la provincia. Los guajiros, que también han sido afectados por el cambio en las reglas del juego, tienen que arreglárselas como puedan para conseguir el combustible. No hay un trato especial para quienes tengan tractores y el petróleo que necesitan lo compran carísimo por la izquierda.
La peor parte, sin embargo, sigue siendo para aquellos que necesitan moverse de un pueblo a otro a trabajar o estudiar. Las caras largas en la parada lo dicen todo. Militares de bajo rango, campesinos, universitarios, trabajadores de toda clase de empresas o vendedores ambulantes, el agobio se repite en cada rostro. Riñonera al hombro, el chofer –o un ayudante– recoge los billetes y arranca el motor. A Bayamo –como dice el son–, pero no en coche.
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