Las personas migrantes de Haití que se quieren integrar a la comunidad se enfrentan a trabajos precarios y barreras del idioma.
Perla Miranda / Marlene Thiele
En una cocina improvisada, Beatrice prepara un sancocho haitiano, “como una sopa con harinas”, cuenta mientras forma bolitas de masa para arrojarlas a una olla con caldo hirviendo, algunas papas, calabazas y plátano macho.
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Sin separarse del brasero, se asoma al interior de la casa de campaña que junto a su esposo instaló hace dos meses en la plaza Giordano Bruno, a unas calles de las oficinas de la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (COMAR), para vigilar que su hija de tres años siga dormida.
La última vez que comió sancocho en Haití fue en enero de 2018, cuando celebró el día de la independencia. Meses después decidió migrar a Chile porque ya no se sentía segura en su país. Pero luego de seis años, convenció a su esposo de que México podría ser una buena opción para encontrar un trabajo que les permita rentar una casa y que su hija entre a la escuela.
“En Chile la cosa es muy complicada para tener documentos, o sea tengo una niña de 9 meses que vive en República Dominicana, tengo seis años [en Chile] y no puedo tener mi residencia para ayudar a entrar a mi hija. No puedo conseguir trabajo, en esos seis años, trabajé nada más uno, porque no nos dan trabajo, es muy complicado.
En Tapachula la cosa no está bien tampoco, porque yo vivía en un hotel que tiene que pagar diario. Por eso estoy haciendo mi trámite. Vamos a seguir buscando trabajo, para buscar casa y poner a mi niña en un jardín para yo poder trabajar, de lo que uno encuentre, lo más importante es tener una entrada, un poco de dinero para salir adelante”.
Beatrice y su familia comparten la plaza Giordano Bruno con al menos otros 200 haitianos que instalaron tiendas de campaña y lonas, aunque asegura que no es una comunidad muy cercana porque todos están en constante tránsito y así como llegan pueden irse en cualquier momento.
Lo que sí han hecho en equipo es un baño con algunas maderas, bolsas negras de plástico y botes, es la única forma de ducharse y no tener que pagar seis pesos cada que tienen que ir a un sanitario con condiciones higiénicas precarias.
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Fuisnel y Raymond, de 37 y 45 años respectivamente, coinciden con Beatrice, bañarse y tener privacidad es una osadía.
Ambos entraron a México por Tapachula, Chiapas, hace meses y un par de semanas a la Ciudad de México. Esperan que la COMAR les otorgue una visa humanitaria con la esperanza de que ese documento les ayude a conseguir trabajo. En lo que eso ocurre, todos los días recorren mercados y locales cercanos y ofrecen sus servicios, pero no han tenido suerte.
“Quiero estar aquí. Estoy buscando papel, nosotros estamos buscando trabajar. Me gusta aquí, trabajar aquí”, dice Fuisnel.
“Tengo cinco meses aquí, quiero estar aquí para trabajar. Tenía nueve años en Brasil, pero no hay trabajo. Aquí primero tengo que trabajar para buscar un lugar para dormir”, cuenta Raymond.
Aunque la mayoría de la población migrante ve en la Ciudad de México un paso más en su camino a Estados Unidos, Alejandra Carrillo, consultora para el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), afirma que ya hay más migrantes que quieren quedarse a vivir.
El reto para el Estado ya no solo es brindar una respuesta humanitaria de alojamiento, sino encontrar una forma de integrarlos con la comunidad para que accedan a vivienda digna, empleo formal, educación y salud.
“Tendría que haber alternativas de regularización migratoria para que puedan integrarse al mercado laboral formal y seguir con campañas informativas tanto para los derechos de esta población como a la población en general para romper barreras. […] La estancia irregular en el país los vuelve muy vulnerables, no nada más respecto al empleo, sino de su permanencia misma en el país”.
De vivir en espacios públicos a integrarse en la comunidad
Para dejar los campamentos y rentar un cuarto de hotel, una casa en la periferia de la ciudad o en municipios del Estado de México, la comunidad haitiana ha encontrado en la Central de Abasto y en mercados como el de Jamaica, una opción de trabajo, ya sea como cargadores, vendedores, pintores o ayudantes. Sus jornadas son de 6 a 10 horas por las que reciben entre 200 y 300 pesos al día.
La principal limitante que enfrentan es el idioma. Aunque han vivido en otros países de Centroamérica, hay quienes no entienden bien el español y eso ha sido un impedimento para conseguir empleo.
También han encontrado anuncios de “se solicita empleado (mexicano)”, pero eso no les desanima en la búsqueda.
Billy llegó al país hace cuatro meses y lleva uno trabajando en la Central de Abasto. En Haití estudió informática y en Chile obtuvo una licencia como constructor y operador de grúas, pero no encontró trabajo.
Un amigo le contó que en México los trámites ante la COMAR son tardados, pero en la Central de Abasto siempre había trabajo. Eso lo impulsó a dejar Chile y viajar con su esposa y su hijo de un año a la capital del país.
El joven de 30 años entró al área de subasta de la CEDA, donde se realiza la compra de insumos a partir de las 3 de la mañana, a él le toca ofertar perejil, hierbabuena, espinaca y apio.
“Mi trabajo es ayudar a la jefa a vender, llamar a la gente o poner las cosas en bolsas. Ayudar a subir en el carro esas cosas. Cuando no está la jefa. Me gusta porque yo también soy vendedor en mi país y me gusta el negocio.
A veces estás esperando hacer el trabajo que a ti te gusta, pero la vida no siempre es así. En mi caso tengo estudios, pero por el momento no puedo. No es el trabajo que me importa, es lo que gana”.
Con su sueldo, que no rebasa los 300 pesos diarios, paga la renta de un cuarto en la colonia Xalpa, en Iztapalapa. Todos los días sale a la 1:30 de la mañana y toma un taxi que lo deja en la Central de Abastos. Podría tomar una combi y otro camión que harían su recorrido nocturno más barato, pero aún teme perderse.
Billy no busca llegar a Estados Unidos, por el momento quiere establecerse en México y ahorrar lo suficiente para regresar a la isla de la Gonave, de donde es originario, y vivir con su esposa e hijo.
A diferencia de Billy, Roby Paul aún tiene esperanza de llegar a Estados Unidos y lograr que su esposa y dos hijas salgan de Haití. Trabaja en el mercado de Jamaica, donde pinta macetas, y luego regresa al Estado de México, donde comparte casa con otras cinco personas.
“Mi patrón me trata bien, me da comida. Vivo en Chimalhuacán y estoy pagando mil 500 pesos de renta. Me gusta México, pero el trabajo imagínate de las 10 a las 7 y son 300 pesitos, tengo que comer, pagar la casa, mantener una familia. Es un poquito difícil. Hay que buscar la forma para llegar a Estados Unidos, estamos en proceso”.
Al cierre de 2023, 44 mil 201 haitianos solicitaron refugio ante la COMAR. En lo que va de 2024 se han reportado 996 peticiones. ACNUR resalta que, de estas solicitudes, apenas el 13 por ciento obtiene ese estatus.
Beatrice, Fuisnel, Raymond, Billy y Roby Paul coinciden en que el trato de los mexicanos ha sido bueno. Agradecen a quienes les regalan ropa, trastes, comida o productos de higiene personal, pero reiteran que lo que quieren es trabajar, ya sea para continuar su búsqueda de cruzar a Estados Unidos, para regresar a su país o para hacer vida en México.
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