▲ El bravo ejemplar de Las Huertas indultado el domingo pasado en la Plaza México por la sensibilidad de un público harto de tantos años de soportar basura con cuernos.Foto Internet
H
- CHECALO -
oy, cuando la demagogia y el falso humanismo vuelven a aliarse con propósitos tan frágiles como inconfesables, invocando una defensa de los animales que evite su maltrato y muerte visibles –en los rastros y en su entorno háganle como puedan–, bueno es recordar los factores que incidieron en el paulatino debilitamiento de la fiesta de los toros en México, misma que alcanzó elevados niveles de expresión idiosincrásica e identitaria a escala internacional.
Durante siglos se le denominó fiesta brava por la índole de las reses utilizadas para la tauromaquia o arte de lidiar toros, pero conforme los propios taurinos o especialistas en el negocio y que de este viven, fueron cediendo a las presiones para amabilizar la fiesta de los toros, es decir, para domesticar la fiereza y reducirla a un comportamiento que permitiera una lidia predecible y comodona, esa fiesta brava empezó a ser fiesta breve o perecedera en el corto plazo, no por el falso humanismo en boga sino por la disminución de la bravura (embestida pronta y repetitiva en los tres tercios que compromete a los lidiadores y emociona, no divierte, a los espectadores).
A finales del siglo pasado esa combinación cultural de lo pecuario y lo humano, de la bravura y el esfuerzo por dominarla, empezó a ser sustituida por una conformación de la embestida o, si se prefiere, por una adecuación más complaciente de esta a las exigencias de los apoderados, a los recursos técnicos de las figuras, a los criterios empresariales, a la sumisión de la crítica y a la creciente desinformación de los públicos, induciendo su gusto a la diversión más que a la emoción que genera la bravura.
Vino entonces una discriminación de las ganaderías llamadas duras
y una cotización de las denominadas de garantía
, lográndose un acuerdo implícito entre los sectores de la industria taurina a costa de la esencia de la fiesta brava, es decir, de la bravura, la fiereza, la codicia y el peligro evidente de las reses para luego dominar esa embestida más o menos impredecible mediante procedimientos estéticos. Una tauromaquia menos expuesta y una estética posturista fueron implantándose en el espectáculo y en los inadvertidos públicos, ahora condicionados a aceptar lo que les ofrecieran y no a exigir lo que en años recientes habían exigido: emoción antes que pobre diversión. Las plazas empezaron a vaciarse por esa disminución de bravura y, como consecuencia, por la falta de personalidad y de rivalidad en los toreros metidos a figuras. La fiesta de los toros perdió verdad aumentando su trivialidad y vulnerabilidad.
De ahí la importancia del encierro de la ganadería de Las Huertas lidiado el domingo 23 en la Plaza México: seis toros con edad, trapío, bravura, estilo y fuerza que evidenciaron la falta de recursos en los diestros y, lo más grave, su escasa expresión artística pues, insisto, la bravura exige primero dominio y luego posturas. Afanosos anduvieron sin duda, pero su personalidad fue rebasada por la tauridad de los astados, que impusieron su majestuosa presencia, su temperamento y transmisión de peligro. El público, que hace tiempo no conoce pero aún siente, de inmediato sintió la magia inquietante de la bravura, en notable contraste con tantos años de soportar basura con cuernos por lo que, en un gesto que dignifica su sensibilidad de aficionado, exigió que se le perdonara la vida al bravo Hechicero, de amenazante cabeza y notable calidad. Por eso la crisis de la fiesta y su creciente vulnerabilidad: lo que debería ser regla se volvió conmovedora excepción.
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