El bandoneón, un tipo de concertina, es más conocido como el instrumento clásico de las orquestas de tango de Argentina y Uruguay, pero sus raíces están en Europa.
Inventado en la década de 1820 por un luthier alemán llamado Heinrich Band, se fabricó para ser tocado en procesiones eclesiásticas, casi como un órgano de mano. Cuando los inmigrantes alemanes e italianos llevaron el instrumento a los barrios portuarios obreros de Buenos Aires a principios del siglo XX, se convirtió en la pieza central del apasionado baile de salón que llegó a conocerse como tango.
Sus melodías divagan y su sonido es triste y dulce. Algunos de los más destacados directores de orquesta de tango fueron bandoneonistas, como Astor Piazzolla, Aníbal Troilo y Rodolfo Mederos, y en la época dorada del tango, en la década de 1940, sus discos catapultaron el instrumento a la fama internacional. Pero el secreto de la mayoría de estos artistas era que todos sus instrumentos fueron afinados durante décadas por los mismos dos luthiers: los italianos Ricardo Romualdi y Fabio Fabiani, conocidos como “Los Tanos”.
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Romualdi era vecino de infancia de Guttlein. Cuando crecía, observaba al luthier con curiosidad; a los veinte años, Romualdi lo llevó por primera vez al taller de Los Tanos. “Es un trabajo que solo se aprende observando y escuchando”, dice Guttlein. “Fueron muy generosos conmigo”.
Al principio, traía el café a los luthiers mayores, barría el suelo y hacía casi todo tipo de trabajos aparte de afinar. Pero era bueno con las manos, ya que había aprendido carpintería y metalistería desde muy joven, y tocaba el acordeón al piano. (Sorprendentemente, nunca aprendió a tocar el bandoneón, sólo los construía y reparaba). Tras unos meses en el taller, supo que había encontrado su vocación.
Empezó a viajar con su entonces novia (ahora esposa) a pequeños pueblos de Argentina, en busca de viejos bandoneones en desuso. Con la ayuda de Los Tanos, practicaba para perfeccionar su sonido y, finalmente, los revendía a intérpretes profesionales, forjando así su reputación. “Fue una gran apuesta”, recuerda. “Este es un mundo muy pequeño, y si metés la pata, la gente se entera muy rápido”.
Una vez que vieron que estaba a la altura, Romualdi y Fabiani empezaron a confiar a Guttlein algunos de sus propios clientes. Trabajó con ellos desde finales de 1990 hasta 2005, cuando los ancianos se retiraron de su taller y siguieron afinando esporádicamente desde casa. “Ricardo trabajó hasta su último día”, rememora Guttlein. “Le encantaba lo que hacía”.
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