Salamanca/El 24 de enero de 1848, el general John Sutter –llamado Johann August en su Suiza natal y don Juan Sutter en su México adoptivo– encontró unas pepitas de oro en un río de su propiedad. Trató de mantener el hallazgo en secreto. Dos meses después, un periódico publicó un titular que debemos imaginar en grandes letras negras, como los que leía John Wayne en los westerns: “Gold Mine Found”.
La noticia, en realidad, se ofreció en un párrafo con tipografía modesta. Tres o cuatro oraciones exaltadas, que prometían vetas de oro “in almost every part of the country” y “great chances for scientific capitalists”. Así estalló la fiebre del oro en California, imán para toda clase de cazatesoros y bandoleros. Muy pronto, el propio presidente de Estados Unidos tuvo que admitir que del otro lado del continente –hay más de 4.000 kilómetros en avión entre Nueva York y San Francisco– había gente a punto de hacerse muy rica.
Para los buscadores de oro, que llegaron a California con pico, pala, cubetas, péndulos y varillas de zahorí, fue el viaje de sus vidas. John o Johann o Juan Sutter quedó arruinado por el aluvión de migrantes que llegaron en las décadas siguientes a su propiedad, sin pedir permiso, y al resto de la costa oeste americana. (Uno de ellos fue, por cierto, un peluquero alemán llamado Frederick Trump, que huyó a Estados Unidos en 1885 para esquivar el servicio militar. Curado de la fiebre en la remota Alaska, se dedicó a los hoteles, a los bienes raíces y a tener nietos presidenciables. Ya rico, volvió a su pueblo natal en Baviera. Lo deportaron).
Para los buscadores de oro, que llegaron a California con pico, pala, cubetas, péndulos y varillas de zahorí, fue el viaje de sus vidas- CHECALO -
A California se llegaba en barco, dándole la vuelta a Norteamérica hasta a Panamá, para atravesar el istmo y emprender la ruta del Pacífico. Otros aventureros arribaban a México, para alcanzar la propiedad de Sutter por tierra. En 1850, cuando Cuba pasaba por su mejor momento –la caña y los negros daban más oro que el oro–, La Habana era también una escala obligatoria.
Los buscadores llegaban en masa a la Isla, tanto de ida como de vuelta. No es descartable que algunos, más seducidos por las mulatas, el tabaco y el buen clima –venían de geografías gélidas, como herr Trump–, hayan olvidado su misión. Se diseminaron por el puerto y las plazas, las tabernas y paseos, tenían el aspecto de mendigos barbudos y no cuesta imaginar sus balbuceos para pedir un trago, comida o breva.
Testigos de aquella invasión, dos dibujantes, Ferrán y Baturone –me los figuro como Hernández y Fernández, de Tintín, ubicuos y cuaderno en mano– se dedicaron a representar estos “tipos” y sus costumbres en doce láminas. Es el rarísimo Álbum californiano, una joya de la litografía cubana, que vio la luz en los talleres del impresor francés Louis Marquier, aplatanado en La Habana.
El Álbum californiano se vendió por entregas, unas “primorosamente coloridas” y otras en blanco y negro. Ferrán y Baturone no solo fueron hábiles con sus dibujos sino ingeniosos a la hora de titularlos. Los nombres se tradujeron al inglés, quizás para que sirvieran a los buscadores como souvenir de su estancia habanera.
El ‘Álbum californiano’ se vendió por entregas, unas “primorosamente coloridas” y otras en blanco y negro
Una fortuna hecha –del que no se tiene la versión a color– representa, posando de pie como un patriarca bíblico, al gambusino típico: sombrero, chaquetón, barba hasta el pecho. El mismo personaje, junto a dos colegas en plena resaca, sorbe un trago de aguardiente en Posiciones cómodas. Se bebe, cada vez más, como si no tuvieran que partir a un nuevo destino, en Sociedad de templanza.
Pañuelo en el cuello y camisa abierta, el viajero sale a la calle a conquistar. Tiene dinero aunque parezca un vagabundo. Si está de buen humor –como en Un protector de las artes– no duda en sentarse en la Alameda de Paula, pelando naranjas con un cuchillo y rodeado de habaneras, que lo agasajan con panderetas y organillos. Si encuentra a otros, igual de borrachos que él, alquilan una calesa entre siete y pagan Un buen flete.
Los buscadores de oro son –observan los pícaros Ferrán y Baturone– Partidarios del sistema antiflogístico: calmados, sibaritas, beodos, inalterables. Si José Antonio Saco no hubiera escrito una memoria sobre la vagancia en Cuba ya en 1830, se diría que la fundaron ellos.
Pero no todo es color de rosa para el que ha encontrado un poco de oro. Una ligera indisposición nos muestra a un par de compadres casi levitando por obra y gracia del mofuco. Otros dos, quizás por haber perdido una apuesta o extraviado las últimas pepitas, manotean sus Argumentos sólidos. Junto a un cañón, con la mirada perdida en la bahía y un zapato roto, un gambusino melancólico intenta un Remedio contra los callos.
Al parecer, los habaneros no despreciaban las pepitas de oro de California y es probable que hayan sembrado numerosas discordias
Al parecer, los habaneros no despreciaban las pepitas de oro de California y es probable que hayan sembrado numerosas discordias. En el grabado Realización, tres buscadores discuten con un joyero o tasador. Para dar por zanjada la cuestión, el isleño alza una implacable balanza.
Mi lámina preferida del Álbum californiano sigue siendo, naturalmente, ¡Qué buen tabaco! La imagen se huele y se saborea. El deleite de uno de los mineros con su rueda de puros, y del otro con una caja –sellada y con habilitaciones–, es el resumen de sus rocambolescas vidas: humo, sueños, fiebre y ceniza.
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