Holguín/A primera vista, parecen dispositivos sacados de una película de ciencia ficción. Fabricadas con piezas de aluminio y plástico, y rematando un largo mástil de bambú, las antenas para amplificar la señal 4G se han convertido en las reinas de las azoteas en Cuba. Hijas de la precariedad y el ingenio, son las protagonistas del más reciente episodio de la pelea cubana contra Etecsa, el monopolio de las comunicaciones en la Isla.
Caminar por Holguín en busca de una antena puede, de hecho, convertirse en un argumento al nivel de Star Wars o Dune. El escenario es el de un planeta en ruinas: edificios destartalados, calor agobiante y caras de pocos amigos. Cuando por fin se consiguen –contacto y socios mediante– las señas de un “inventor”, hay que desembolsar de 4.500 a 5.000 pesos para llevarse a casa el artilugio con su cable.
No queda más remedio. Sin antena no hay internet, y sin internet no hay entretenimiento. El peso de la realidad si no se cuenta con esa pequeña pantalla de unas seis pulgadas –un portal hacia galaxias enteras de evasión– es demasiado sofocante. Si la antena es efectiva, la anestesia mental será mayor.
¿Conseguir el dispositivo por partes? Otra aventura. El cable coaxial está a 110 pesos el metro y se necesita bastante altura –alrededor de 10 metros, si se suma una casa y los casi tres metros de la vara– para conseguir una mejora en la señal. El poste, una larga caña de bambú o una rama similar a la que se usa para tumbar guayabas en los patios, se puede conseguir en uno de los campos aledaños a la ciudad.
- CHECALO -
Al lado de una de las torres-antena de Etecsa, el artefacto criollo da un poco de pena. Pero lo que les falta en tecnología les sobra en número: es raro el barrio que carezca de dos o tres estacas, rematadas por el dispositivo: un eje con pequeños aditamentos de latón circular, apuntando al origen de la señal. En teoría, y aunque el oficio de fabricante de antenas no es una ciencia exacta, funciona.
Los cubanos que hoy elevan sus antenas son los sucesores de los que, hasta hace muy poco, lijaban con esmero tubos de aluminio, confeccionaban un booster e izaban pesados aparatos para captar la televisión estadounidense. Muchos ni siquiera entendían el inglés, pero aquella sucesión de comerciales, programas de participación y anuncios de concesionarios de autos bastaba para emocionar a quien mirara la pantalla del Panda.
Abundaban las cofradías de “radioaficionados”, que aprovechaban la patente de corso estatal para, haciéndose pasar por amantes de la radio, traficar con cables y piezas. Adaptados al tiempo en que les tocó vivir, los cubanos hacen “grupos de antenas” en WhatsApp o Facebook y allí, como en las tabernas espaciales, comparten ideas y trucos para perfeccionar sus inventos.
Lo que pasa en Holguín pasa también en cualquier parte de Cuba. Aunque la cobertura esté por el suelo, si se coloca el teléfono sobre el aditamento conectado a la antena –una base rústica con un pequeño contacto metálico–, el celular adquiere superpoderes. O al menos el equivalente cubano a un superpoder: tener internet a pesar de Etecsa.
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