M
e recuerda el aficionado Luis Eduardo Maya Lora, muy probablemente el mejor cronista taurino que hay en México –no os indignéis, autoproclamados, mejor revisad vuestro entusiasta desempeño como críticos al servicio del debilitado sistema–, que con la ola de festejos que se avecinan el próximo año, como la llorada despedida definitiva de la histórica figura de los ruedos Enrique Ponce, y otras celebraciones iguales o más suntuosas, el 5 de febrero siguiente también se cumplen 30 años de la despedida del diestro salmantino Pedro Gutiérrez Moya, El Niño de la Capea, genuino consentido del público de la Plaza México que, años después, empañara su exitosa trayectoria con torpes debilidades paternalistas.
Pero lo que más llama la atención del licenciado Maya es que en esos 30 años el sistema taurino mexicano no haya sido capaz de mantener ese mismo nivel o de haber producido, visto como negocio, un espectáculo siquiera parecido al que se alcanzó a vivir en aquella época. Tres décadas no bastaron para advertirles a los transitorios propietarios de la fiesta que, mientras ellos arriesgan
su dinero, la sociedad capitalina en particular y la del resto del país en general se han ido alejando de las plazas, no por mitoteros protectores de animales, jueces chafas y ecologistas balines, sino porque los criterios taurinos y empresariales aplicados han servido para lo que se le unta al queso (¡salud, Lumbrera!). Pero algunas buenas personas ya me reconvinieron que siquiera por ser Navidad
deje de lado las lamentaciones y los negativismos.
Con espíritu navideño intento entonces hacer algunas reflexiones en voz alta sobre el sentido que tiene el nacimiento del Niño Jesús entre los creyentes. Pero es inevitable un paréntesis animalista-ecologista-humanista: ¿tiene usted idea de cuántos millares de guajoloticidas o asesinos impunes de guajolotes hacen de las suyas en esta tierna temporada de villancicos con el pretexto de celebrar el nacimiento del futuro redentor? Asimismo, ¿de cerdicidas y otras especies sacrificadas no sólo dentro de la cadena alimentaria sino con el pretexto de observar tradiciones más o menos religiosas? Los protectores de animales, o son muy creyentes del espíritu navideño o sufren de un conveniente ataque de amnesia que les permite olvidarse, momentáneamente, de su pasión animalera y de su restringida convicción defensora.
- CHECALO -
Estas sanguinarias tradiciones, lejos de repugnarle a los protectores de animales los animan a disfrutar platillos de Noche Buena, Navidad o Año Nuevo sin que sus corazoncitos se conduelan de la suerte sufrida por esas especies y, si son citadinos, sin necesidad de presenciar el colorido cuanto ruidoso sacrificio de las mismas, cuyas estadísticas de mortalidad no interesan a los promotores del pensamiento único ni al falso humanismo, empeñados en atacar y prohibir lo que sus escandalizados ojos pueden presenciar en un palenque o en una plaza de toros. Ver o no ver, ahí reside la falacia.
Auténtica bomba desmitificadora constituye el más reciente trabajo del investigador y bibliófilo taurino Salvador García Bolio acerca de los fidedignos comienzos de la ganadería brava en México. En un revelador texto titulado Atenco, estancia de ganado menor fundada en 1522. Puercos, ovejas, vacas. O de cómo la ganadería brava mexicana comienza en el siglo XIX-XX, el también director de La Gaceta Taurina, apoyado en diversos autores, argumentos y fuentes concluye que son los inicios de las citadas centurias los que marcan el verdadero surgimiento de la ganadería brava mexicana. Volveremos sobre tan perturbador tema.
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