Salamanca/Siempre me pareció sorprendente que el verdadero periodista –es decir, el formado en una universidad oficial, no el mercenario balcánico, el francotirador de la tecla que denominamos periodista independiente– no solo pudiera leer, sino que además lo exhortaran a hacerlo, El Emperador de Kapuściński. Recuerdo la edición cubana de ese libro. Un manualito para estudiantes, avejentado por el uso, de papel gris, que pude robar de un almacén donde las páginas, podridas por el aguacero y masticadas por el comején, formaban una hojarasca. Hace poco volví a comprar El Emperador, lo leí y tuve que reírme del pobre funcionario al que se le ocurrió que aquella era una buena lectura para el verdadero periodista.
Cualquier malintencionado sabe que si en ese libro uno cambia las palabras Haile Selassie por Fidel Castro el relato sigue teniendo sentido. Un país donde “todas las casas se espían mutuamente, se fisgan, se olfatean”, en el que “la risa es una forma peligrosa de oposición”, y hay un lenguaje especial, de claves y silencios, aprendido sin cursos ni diccionarios, contra los chivatos: la Etiopía de Kapuściński, dicen los críticos, es cualquier país soviético, y por lo tanto también es Cuba.
Pero es en el retrato del dictador donde la intuición de Kapuściński sobre el poder –y aquí lo que conviene es que el verdadero periodista se salte esos pasajes, para cuidar su salud ideológica– es insuperable en su lucidez. Selassie para el etíope, Castro o Maduro u Ortega para nosotros, es un “asceta del poder”. Cuántas veces no se dijo de Castro que “su mente era una computadora que almacenaba todos los detalles” y que “nunca se guió por el principio de la capacidad, sino única y exclusivamente por el de la lealtad”. En sus últimos años, momificado por los médicos, también nuestro decrépito caudillo luchaba “entre el tambaleo y la verticalidad”. Para los comunistas del mundo, Fidel equivale a lo que Selassie fue para los rastafaris: el Mesías, el Rey de Reyes, el León de Judá, el elegido de Marx.
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¿Qué hace un estudiante de periodismo en Cuba leyendo a Kapuściński?
¿Qué hace un estudiante de periodismo en Cuba leyendo a Kapuściński? ¿El comité central no sabe que guardar El Emperador en un almacén universitario es como tener un ejemplar del Kamasutra en un convento? Alguien, tarde o temprano, acabará haciendo la lectura correcta o adoptando la postura menos apropiada para complacer al dictador. Además, en la famosa foto de Fidel con Mengistu –quien, según Dikötter, imitaba al cubano hasta en el físico– los dos parecen jimaguas, parecen hermanos, los dos comandantes en jefe, exterminadores de la estirpe de Salomón, cagadito el uno al otro.
En general, los candidatos a verdaderos periodistas fueron buenos alumnos en el preuniversitario. Como si de una secta se tratara, había que pasar tres pruebas. Visité la Universidad Central por primera vez con el objetivo de aprobarlas y ganarme una plaza segura, por si no me llegaba filología. En periodismo se leían manuales preparados ad hoc y alguna obra literaria. En filología se estudiaba a Barthes y Derrida y si el profesor era arriesgado también a Reinaldo Arenas y Severo Sarduy. En filosofía no se estudiaba a ni a Derrida ni a Foucault, acaso se los mencionaba someramente, porque la regla de oro del verdadero filósofo –oh, sí, también hay verdaderos filósofos y verdaderos psicólogos y verdaderos ingenieros– es que con Hegel, abuelo de Marx, se acabó la filosofía.
El periodismo se había acabado en la Upec, la literatura en la Uneac, la psicología en el Minsap, la ciencia en el Citma, la lengua inglesa en el Mintur y la diplomacia en el Minrex. Fuera de ese directorio de siglas –del que tanto se burló Cabrera Infante– no hay salvación. Por suerte, no hay una verdadera filología, y ese fallo en el sistema, esa flexibilidad traicionera para el régimen, como el librito de Kapuściński, ha hecho que no pocos filólogos se dediquen a suplantar a los periodistas. Habría que contar cuántos filólogos hay en el enjambre de asalariados por la CIA que somos, cuántos editan y redactan, cuántos filman y hacen guiones, cuántos han leído El Emperador.
No sé en La Habana y Oriente, pero en la Universidad Central puedo ponerle una fecha al renacer del verdadero periodismo
No sé en La Habana y Oriente, pero en la Universidad Central puedo ponerle una fecha al renacer del verdadero periodismo: 2016, el año que murió Sauron, el año de la crispación docente y la represión por activa y por pasiva. Fue la época del rector Andrés Castro, gran inquisidor, responsable de la expulsión de la estudiante Karla Pérez y de la profesora Dalila Rodríguez. No conversé nunca con Karla, pero sí –y mucho, porque venimos del mismo pueblo y he conocido a pocas personas más decentes– a Dalila, filóloga por cierto.
Fue en el grupo de Karla y en los sucesivos donde emergió la tribu estalinista que hoy ocupa los principales medios de la región. Desde El Necio –la encarnación de la mediocridad estudiantil– hasta el más gris corresponsal de provincia, digamos Neilán Vera o Mónica Sardiñas, compartí pasillos de facultad con los verdaderos periodistas. Pobre gente, batallón de chivatos, me avergüenza leer –y debo hacerlo a menudo– a esos personajes que tienen mi edad y cuya formación vi. ¿Qué les pasó, niños? ¿No llegaron a robar su ejemplar de El Emperador?
Ignoro si El Necio y su tribu leyeron a Kapuściński o si han leído en absoluto. Esa generación no se caracteriza por su solidez intelectual. Sus jefes, como Haile Selassie o Fifo, siempre han preferido la lealtad a la capacidad, y no conozco a nadie más leal que ellos. Ni siquiera Eusebio. Pero me ahorro los chistes baratos. Esta es, al fin y al cabo, una columna escrita desde el cariño hacia mis contemporáneos. Un réquiem, si se quiere, por aquellas larvas de hombre nuevo. Me acuerdo de ustedes todos los días, los leo y releo, y me asombra el apagón moral al que han llegado. Al fin y al cabo, ¿no puede ser el horror una forma de admiración?
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