Rosalía (Villa Clara)/Para sembrar maní –la semilla sin la cual no serían célebres los turrones de Villa Clara– hacen falta tres cosas: experiencia, técnica y suerte. De las dos primeras no carece Braulio, un guajiro de 62 años del batey Rosalía, en Camajuaní. La tercera es más complicada, pero este año decidió arriesgarse y colocar en el surco 25 latas, cuando normalmente siembra tres. Sus vecinos, con la habitual sabiduría del campo cubano, le habían augurado buena cosecha y mejor venta.
En octubre, la radio empezó a dar noticias del ciclón Oscar. A Braulio se le complicó la vida.
Incluso para un guajiro experto en el cultivo del maní, como él, las reglas del juego habían cambiado. La planta depende del nivel de humedad. Se siembra en los meses de lluvia y el surco necesita estar húmedo, pero no demasiado. De lo contrario, el grano se pudre. Los aguaceros que trajo consigo el huracán pusieron a Braulio frente a frente con ese riesgo, y tuvo que contraatacar rápido.
Contrató a cuatro campesinos durante varios días para acelerar la cosecha. Les pagó 600 pesos por las mañanas y otros 600 por la tarde. Para el arroz o los frijoles –que también tuvo que recoger–, pagaba una cifra similar o hacía un pago en especie. Tras los aguaceros, las plantas de maní mostraban signos inequívocos de madurez: tono amarillento y manchas oscuras.
- CHECALO -
Una vez arrancado el maní, había que ponerlo a secar, una misión casi imposible hasta que las nubes de Oscar no abandonaron las aguas cubanas. Algunas cajetas (vainas) habían empezado a germinar. Para Braulio, fue la señal de que había que comenzar a trillar. Le prometió a cada guajiro 150 pesos por cada lata de maní que lograran acopiar. El trabajo no era fácil: hubo que separar los granos sanos de los que ya habían nacido o se habían podrido.
La trilla se realiza golpeando el maní en un tanque o una lona, pero ante la urgencia, Braulio tuvo que contratar a varias personas para que hicieran el proceso a mano, cajeta por cajeta. Cuando por fin salió el sol, los guajiros estiraron la manta sobre el césped de la finca y dejaron que los granos se secaran durante tres días.
El resultado fue satisfactorio: 210 latas de maní en buen estado; unas 190 para vender y las demás para la siembra del próximo año. “El año pasado hubo pocos campesinos sembrando maní”, cuenta Braulio. “La lata llegó a valer hasta 2.000 pesos porque había poca disponibilidad en la zona y los dulceros lo pedían a voces. Llegaban cinco o seis compradores al mes buscando y no encontraban”.
Después de la cosecha, Alberto, un dulcero amigo de Braulio que vive en Zulueta –un poblado del vecino Remedios–, fue a su finca para comprarle maní. Se fue con las 190 latas que Braulio había pensado vender, a 1.500 pesos cada una.
Los presagios de sus colegas en Rosalía no anduvieron por mal camino. Con la venta ganó 285.000 pesos. Descontó 49.500 pesos para el pago de los trabajadores y 14.000 de herbicidas, insecticidas y otros insumos. La ganancia neta que le reportó la cosecha fue de 221.500 pesos, mucho más que los años anteriores, pero en el mercado informal de divisas este rendimiento excepcional equivale apenas a 675 dólares para toda una cosecha.
Del surco de Braulio a la fábrica de Alberto, la ruta del turrón de maní en Villa Clara es una de las más tradicionales de Cuba. Los granos se limpian y muelen artesanalmente –Alberto diseñó una máquina para descascarar–, y la masa resultante se vende a los dulceros de la provincia. En Santa Clara, por ejemplo, uno de los negocios más exitosos es el de Orelvis Bormey, cuyo lema original para su Casa del Maní, ubicada a pocas cuadras del parque Vidal, no dejaba duda de su calidad: “sin cáscara y sin máscara”.
Con un novedoso sistema de publicidad y reparto, además de tratos con el Estado para exportar, Bormey y su esposa, Jenny Correa, llevan más de una década produciendo confituras de maní. Fueron, además, uno de los 315 negocios pioneros que se convirtieron en pymes en 2021.
Aunque la actividad en redes de la Casa del Maní disminuyó considerablemente tras la pandemia, entonces recibían su materia prima de cooperativas estatales de Encrucijada. Ese año llegaron a tener tres puntos de venta en Santa Clara y Encrucijada, y sus productos se vendían en el Aeropuerto Internacional Abel Santamaría y en varios hoteles de la región central.
Ya en aquel momento –tras haber realizado un primer envío de sus turrones a Italia– lamentaban que la falta de insumos agrícolas complicara la adquisición de materia prima y hubieran tenido que recurrir al coco, más barato, para mantener la diversidad en su catálogo.
El pasado junio, en la feria Expocaribe de Santiago de Cuba, Correa seguía buscando clientes internacionales. “Se nos han acercado empresarios con intereses muy particulares”, aseguraba, con entusiasmo pero sin resultados claros. Contradiciendo a su lema fundacional, Bormey presentaba entre sus productos “maní tostado, sin quitarle la cáscara”.
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