Camajuaní/Son las seis de la mañana y en la parada de guaguas frente a la Terminal de Camajuaní –una de las más concurridas, junto a la del extinto cine Maceo– no cabe una persona más. Ha sido así durante años, pero la crisis del transporte sube cada día un poco más el nivel de agobio. A medida que el sol avanza, el ambiente se va caldeando.
El lugar tiene su olor característico –una mezcla de orina, excrementos y basura podrida–, pero los que tienen que pasar por allí diariamente han perdido, o casi, la sensibilidad. La parada es uno de los rincones preferidos de los mendigos del pueblo para defecar, y no faltan los trasnochadores que, lejos de su casa, también resuelven allí sus necesidades.
A las ocho, cuando el sol empieza a picar –ni siquiera en los últimos meses del año hay tregua–, quienes pueden aglomerarse bajo el pequeño techo del cubículo tratan de huir del resplandor o, como estos días, de la lluvia. Los que no alcanzan lugar, acuden a otro punto estratégico: un árbol cercano, lo cual complicará la carrera para entrar en la guagua, si es que pasa.
No faltan los “botelleros” solitarios –médicos que exhiben sus batas blancas, embarazadas, ancianos–, que prefieren probar suerte unos metros más allá de la multitud, por si el carro de algún conocido se apiada de ellos. Frenan pocos, porque enseguida que se recoge a alguien, otras cuatro o cinco personas forcejearán por entrar, a veces sin consentimiento del chofer, al vehículo.
- CHECALO -
La parada está en la calle Independencia, que los camajuanenses siguen llamando –como en el siglo XIX– calle Real. Oficialmente, la avenida es solo un tramo del circuito que conecta Santa Clara con Camajuaní, Remedios, Caibarién y la Cayería Norte, un corredor turístico donde jamás se detienen, a sabiendas de la situación, las blancas guaguas de la estatal Gaviota.
Cuando se hace alguna parada obligatoria, los turistas miran con curiosidad a través de las ventillas oscuras. Las cámaras se alzan tras el cristal y desde la parada casi se oye el clic: la pobreza cubana también es un atractivo para el viajero.
Desde el cine Maceo –donde desemboca la otra arteria importante del pueblo, General Naya– hasta la terminal, baja una suerte de loma, lo cual permite a los viajeros ver de lejos la silueta roja de una guagua de Transmetro. Todo el mundo tensa los músculos. Es la hora de correr. Una estrategia frecuente de los choferes es detenerse unos metros más allá de la parada. La multitud corre y la cola se forma en orden de agilidad. No faltan los golpes, los codazos, los empujones.
Cuando no hay suerte, la guagua pasa de largo y los viajeros, entre miradas y expresiones de absoluta desesperación, observan cómo rebasa el cementerio hacia Santa Clara. Otra vez será.
En el grupo que espera hay todo tipo de personas, desde estudiantes que viajan diariamente a la Universidad Central de Las Villas –a poco más de 20 kilómetros del pueblo– hasta guajiros que viven en los campos cercanos: la curva de Santa Fe, Carmita, Vega Alta, Los Paragüitas o el Reparto Universitario. Para muchos, esos nombres son las estaciones de su viacrucis cotidiano.
“Aquí te puedes echar una hora sin que pase un solo carro”, lamenta Ana, que estudia Medicina en Santa Clara. Para ella, vencer el tramo hasta la circunvalación de la cabecera provincial es solo el principio. Después tendrá que buscar cómo llegar a la facultad, otro segmento agobiante del trayecto. Con un poco de suerte, la guagua llegará a la zona hospitalaria, pero eso no resolverá completamente su problema.
«Las cosas se han puesto muy difíciles. Muchos días no llego a tiempo a las clases», afirma. ¿Es mejor becarse? Ana opina –como cientos de estudiantes de Camajuaní– que no. El pésimo estado de la residencia, la mala comida o las difíciles condiciones de vida hacen que, a pesar de la situación del transporte, sea preferible volver cada día a casa. A veces, señala, hay que coger un taxi para regresar al pueblo. Y preparar el bolsillo.
No pocos viajeros echan de menos a los amarillos, los “pescadores” oficiales de guaguas y carros estatales que, tablilla en mano, obligaban a los choferes a detenerse. Su labor distaba de ser ideal, pues muchos operaban con desidia y se distraían conversando con conocidos sin dedicarle tiempo a velar el tránsito. Pero algo hacían. Su ausencia es el enésimo efecto del éxodo migratorio o hacia otros trabajos.
A Érika, enfermera de Camajuaní empleada en Santa Clara, lo que más le molesta de la situación no es solo la espera, sino el efecto de la crisis sobre su bolsillo. «Con las tarifas actuales, a veces me gasto más de la mitad de mi salario solo en transporte o incluso completo. He pensado en dejar de trabajar», dice. Su recorrido diario implica levantarse antes del amanecer y esperar en la parada, donde «es un milagro subirse en el primer intento».
No pocas veces la botella se convierte en un sálvese quien pueda, incluso entre conocidos. Pasó hace poco, cuenta Ana, cuando el padre de un amigo –que trabaja en la Escuela del Partido y tiene, desde luego, un carro– intentó recogerla. “Tuvimos que dejar a un compañero porque no cabía más nadie”, cuenta.
La parada de Camajuaní –que sigue teniendo fuera carísimos taxis y triciclos eléctricos– es apenas un punto del arduo camino de los viajeros. Quizás ni siquiera sea el peor. Más concurrida es la santaclareña parada de Los Flamboyanes –en la zona hospitalaria– o la derruida terminal intermunicipal, que hace más de un año no ve circular la emblemática Girón que conectaba ambas localidades. En horario nocturno, la demoledora guagua llevaba un nombre de cabaré: La Reina de la Noche.
Ahora, cada viaje se traduce en números: 150 pesos si se realiza en un camión particular –250 hasta Caibarién–; 20 pesos en guaguas estatales; y 500 pesos si se aborda una máquina privada, una cifra que puede duplicarse si se va hasta el final del tramo caibarienense. No importa cuánto dinero lleva en su bolsillo el viajero: la cuenta, a finales de mes, no da.
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