Madrid/Bien pasada la mitad de Un caballero en Moscú, el conde Rostov ni pestañea a la hora de abrir la puerta del hotel Metropol y salir a la calle. Un gesto nimio, salvo en el caso de un hombre condenado a arresto domiciliario de por vida 25 años atrás: “No se equivoque, si pone un pie fuera le dispararán”.
Es el primer momento en un cuarto de siglo en que el aristócrata deja atrás su jaula de oro y, sin embargo, lo hace para entrar en una inmensa cárcel de miseria y realidad. A él, en todo caso, no le importa demasiado lo que ve en ese momento, como tampoco su integridad, porque el amor vuelve a ser el motor de las grandes estupideces de la vida y Rostov debe salvar una que le importa demasiado en un hospital sin luces ni medicamentos del Moscú de 1947.
Un caballero en Moscú, la serie británico-estadounidense basada en el libro homónimo del banquero Amor Towels, fue estrenada en marzo, pero el caluroso parón estival es un excelente momento para refugiarse en una Rusia helada por dentro y por fuera si no lo han hecho. No es una historia real, pero ocurren demasiadas cosas terriblemente veraces en esta especie de cuento que navega entre el horror de la Revolución Rusa y el estalinismo, y la placidez decadente de un hotel de lujo en el que, pese a la amenaza constante, sus habitantes están a resguardo. Todo ello salpicado con un poquito de intriga y una dosis de sobrio humor inglés.
Rostov –un Ewan McGregor épico en su mejor papel desde Trainspotting– es un aristócrata al que la Revolución sorprende fuera de su país. Sin que se comprenda en ningún momento la razón, regresa a Moscú en 1918 –“No estaba al tanto de las noticias”, dice al tribunal con el sarcasmo naíf que marca su personalidad– y es llevado a juicio. Pese a los expresos deseos de fusilarlo, el conde se ve, sorpresivamente, a salvo, por serle atribuido un poema escrito en 1913 al que se considera impulsor de la Revolución. La condición es un arresto domiciliario permanente en un camastro del ático del hotel de lujo en el que reside, justo a medio camino entre el Kremlin y el Bolshoi.
- CHECALO -
Rostov –un Ewan McGregor épico en su mejor papel desde ‘Trainspotting’– es un aristócrata al que la Revolución sorprende fuera de su país
El conde acepta con encomiable resignación su nuevo estatus y se integrará paulatinamente en la vida propia que tiene el hotel, incluídas las relaciones de hermandad –y algo más– que surgen entre sus empleados. El Metropol, un personaje más de la serie –y no uno cualquiera, sino un coprotagonista– es, de alguna manera, símbolo de la propia Rusia del momento: un enorme decorado de pasado esplendoroso bajo el que se ocultan toda suerte de intrigas y miserias, más espirituales que económicas, a lo largo de los años.
El guion mantiene en cierta manera uno de los juegos matemáticos más efectivos del libro. El tiempo narrativo aumenta exponencialmente hasta la mitad del relato y desciende al mismo ritmo en su segunda parte. Es decir: un día después del arresto, dos, cinco, diez, tres semanas, diez semanas… Cuando la serie llega a los 16 años, el tiempo se contrae: ocho, cuatro, dos años… hasta llegar al final del relato. Más allá de la curiosidad, hay un sentido para ello: los acontecimientos son cambiantes para el conde al principio, pero una vez que se instala en la comodidad de su situación, todo se detiene y cada día se parece más al anterior.
Rostov es un personaje casi mágico, entre alegre y melancólico, un Pigmalión en impecable equilibrio entre la importancia de mantener el refinamiento bajo las goteras y el descubrimiento de que despojado del lujo se encuentra la pureza.
Entre los deberes que poco a poco va adquiriendo no solo se instala la dirección del restaurante –rehuyendo constantemente algún chivato con ínfulas–, sino la labor de educar culturalmente (incluyendo lecturas y películas más o menos prohibidas) a un comisario político del régimen con el que traba una inquietante relación de honorable camaradería, no exenta de temor y respeto mutuo.
Nina y Mishka son los personajes más políticos de la historia, aunque también los más previsibles. La primera, una niña al inicio de la serie con la que Rostov gasta las horas de ajedrez y literatura que acaba siendo convencida creyente en la Revolución. El segundo, un activo miembro del Partido Comunista al que una profunda amistad y oscuros secretos atan al conde. Ambos acaban, como cabía esperar, siendo devorados por la religión que profesan, no sin antes mostrarnos el precipicio que precedió a sus dolorosos desengaños.
Los dos son, junto con Anna –actriz fetiche del régimen devenida en extraordinaria, con todas sus acepciones, pareja del conde– y Sofía –una hija adoptiva tan inesperada como adorada–, los personajes esenciales en la vida del conde (que la historia nos deja conocer). Ese extraño cuarteto de seres queridos deja una lección inolvidable del personaje de Rostov: que el amor es más importante que cualquier diferencia política.
No hay artefacto, obra o evento sin su polémica moderna, en este caso la de la diversidad racial. Porque el hecho de que aparezcan varios personajes negros ha sido considerado por muchos un ejercicio de inclusividad forzosa que no responde a tiempo y lugar histórico. Como si el hecho de que el cien por cien de los personajes se exprese en un impecable inglés británico fuera un ejercicio de realismo puro.
No encontrarán en esta reseña nada que revele el enigmático final. En un episodio trepidante que convierte el cuento en thriller, Rostov, Anna y Sofía planean una fuga simultánea desde y hacia países distintos en medio de una apoteosis desencadenada por la llegada de Jruschov y la purga de los aliados de Beria. El misterio de cómo acaba esta historia caerá suavemente con el sonido de los violines, el canto de los pájaros y el viento soplando en las hojas de los árboles. Y tendrá, el espectador, el poder de imaginar su final.
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