La Habana/Discreto y enemigo de las cámaras, Elier Ramírez Cañedo es una de las eminencias grises del régimen cubano. Nacido en 1982, con cargos en el Consejo de Estado, el Parlamento y el Partido Comunista, el subdirector del Centro Fidel Castro rara vez se pronuncia públicamente. Lo hizo, sin embargo, este miércoles, para desempolvar uno de los acontecimientos a los que el Gobierno le tiene menos simpatía: el “diálogo con la emigración” de 1978.
El artículo de Ramírez en La Jiribilla no tiene pretensiones históricas, aunque aporta fotos, citas y una reconstrucción de aquel evento. El mensaje es más bien apologético: La Habana –y en particular Fidel Castro– siempre ha tenido el ojo puesto en Miami. Con la mejor de las intenciones, acota, casi con picardía, Ramírez.
Las Leyes de Migración, Ciudadanía y Extranjería –cuya implementación tendrá que esperar a 2025– abrieron nuevamente una serie de problemas sobre el exilio cubano que, a su juicio, el intercambio con los emigrados en 1978 podría “iluminar”. El Estado quiere, alega Ramírez, normalizar de una vez y por todas su relación con quienes se fueron.
- CHECALO -
El Estado quiere, alega Ramírez, normalizar de una vez y por todas su relación con quienes se fueron
Castro, argumenta, intentó hacerlo “magistralmente” en 1978. No tuvo el más mínimo éxito –dos años después se produjo la estampida de Mariel, que Ramírez se cuida de no mencionar– pero logró una suerte de descubrimiento: que la emigración “no era un ente monolítico” y que, si diálogo quería, lo tendría, aunque fuera con unos pocos dispuestos a seguirle el juego.
Para Ramírez, desde 1978 sólo ha habido triunfos en la política exterior de La Habana en lo tocante al exilio. El encuentro se hizo con algunos cubanos “representativos” del exilio más o menos afín a Castro y con otros –sobre todo intelectuales y académicos– ilusionados con el acercamiento. Las fotos que muestra en su artículo lo dicen todo sobre lo que, al menos para la historia oficial, significó el encuentro: abrazos, besos y cocteles con el caudillo.
Allí estaban los cubanoamericanos –muchos de ellos emigrados en los primeros meses de la Revolución– “propensos al acercamiento pacífico y constructivos”, que reconocían la “consolidación” del régimen. Ramírez atribuye a los cubanos que residían entonces en la Isla un exceso de ortodoxia comunista, pues afirma que el encuentro “no iba a ser del todo comprendido a lo interno de la sociedad cubana”.
Castro es siempre víctima de malentendidos en el texto, y Ramírez afirma que los cubanos lo “cuestionaron” por reunirse con los emigrados. Despechado, dijo ante “todos los cuadros revolucionarios”, a quienes había reunido en el teatro Karl Marx, que la política de acercamiento al exilio tenía su primer enemigo en “los conservadores de allá (EE UU) y aquí”. Él, por otra parte, pretendía “convertir a los enemigos en amigos”, una frase que deja claro el estatus de aquellos a quienes llamaba a “dialogar”.
En la imaginación del dictador, los exiliados que en realidad se le oponían eran “unos cuantos cientos”, a quienes llamó “terroristas”. “Una parte de ellos trabaja con el FBI, otra parte trabaja con la CIA, porque están penetrando”, cita Ramírez.
Antes de dejar entrar a los emigrados a Cuba, dijo que no se permitiría conversar con ningún “cabecilla de la contrarrevolución”.
Antes de dejar entrar a los emigrados a Cuba, dijo que no se permitiría conversar con ningún “cabecilla de la contrarrevolución”
Entre los temas a tratar, Ramírez admite que el de mayor importancia era la cuestión de los “presos políticos”, una categoría que la prensa oficial no utiliza jamás. A pesar de admitir su existencia –algo que ha sido negado por los más altos funcionarios del régimen–, Ramírez afirma que Castro dijo que su situación era “discutible”, mientras que no le pidieran liberarlos antes de tiempo.
El caso obvio: Huber Matos, que todavía estaba preso: Castro prometió que “no estaba excluido de las negociaciones y de la posibilidad de ser excarcelado antes de cumplir el término de su sentencia”. De nuevo había trampa en la “concesión”: a Matos le tocaba salir de la cárcel apenas un año después, en 1979.
Castro se reunió dos veces con emigrados. La primera, del 20 al 21 de noviembre, con 75 cubanoamericanos; la segunda, en diciembre, con 175, entre ellos –resalta Ramírez– 30 personas “de izquierda” y 34 intelectuales.
¿Por qué quería Castro un acercamiento? La respuesta es de índole económica, y Ramírez, a pesar de los circunloquios, no logra disimularlo con éxito. Defiende que el caudillo no practicaba una “política oportunista”, pero que admitía que podría haber “determinados beneficios”. A pesar de la “hostilidad” de los cubanoamericanos, dijo Castro, él solo defendía los “intereses de la comunidad cubana en el exterior”, que consideraba como hijos pródigos de la Isla en proceso de retornar.
A pesar de la “hostilidad” de los cubanoamericanos, dijo Castro, él solo defendía los “intereses de la comunidad cubana en el exterior”, que consideraba como hijos pródigos
Según la argumentación de Ramírez, con la aprobación de las tres leyes de este año el Gobierno cubano llega 40 años tarde a dar respuesta a algunas demandas de los cubanoamericanos. Ellos pedían –y estaban en su derecho– tener carné de identidad, poder votar y a la participación, sin presiones políticas, en ciertas áreas de la vida del país.
Algunos de los participantes en aquella reunión, la mayoría jóvenes intelectuales, han valorado que su acercamiento a Cuba en 1978 fue, como mínimo, “ingenuo”. Fue una trampa de Castro y como tal lo han valorado quienes volvieron a EE UU decepcionados, como el profesor Roberto González Echevarría. En sus memorias, el académico ofrece un balance que no puede ser más elocuente: el evento fue “puro paripé, puro teatro”, con un titiritero bien entrenado en el arte de manipular la historia.
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