La Habana/A las 1 y 20 minutos de la tarde, Arlena ponía su bolso sobre una tumbona en la playa de Santa María, al oeste de Guanabo. “Ya estoy en mi lugar”, exclamó con alivio sin saber que el momento, perseguido desde que llegó a la estación de tren de La Habana a las 8:40, aún debía esperar. Era una playa privada donde solo podían quedarse los huéspedes de un hotel. Reemprendieron la marcha.
Las autoridades cubanas anunciaron a principios de julio el restablecimiento del servicio de este tren que conduce, por un módico precio de 35 pesos, hasta las playas del Este de La Habana en un viaje inolvidable de una hora y media para los apenas 25 kilómetros que separan las dos localidades.
Arlena y Carolina decidieron pasar este miércoles su primer día de vacaciones en el mar, aunque para ello tenían que tomar un tren que, ya desde los alrededores de la estación, ubicada entre Egido y Arsenal, promete ser lo que es: un viaje solo apto para las clases más populares. Unas 50 personas merodeaban el andén, donde intentaban hacer negocio los más avispados, como siempre.
Cuando las dos mujeres llegaron al andén, después de un larga carrera a pie desde Luyanó, a falta de un taxi al que parar, ya había un vendedor de pasteles en bicicleta, a 70 pesos la unidad, y una inflacionaria vendedora de maní que ha pasado de cobrar un peso por el cucurucho a 10. También había un puesto con café, para afrontar la mañana con valentía, y cigarros a 400 pesos, aunque una trabajadora de la Unión de Ferrocarriles advierte antes de que llegue la Bestia: beber alcohol o fumar está terminantemente prohibido, bajo multa de 2.000 a 5.000 pesos.
- CHECALO -
El destartalado tren llega cuando faltan pocos minutos para la hora señalada. Familias con niños en dirección a la playa y pasajeros para Guanabo como destino menos lúdico se arremolinan dejando atrás los kilos de basura que se amontonan junto a la estación.
El panorama interior no es mucho más halagüeño. Mirar hacia abajo es ver los asientos rotos, mirar hacia arriba, techos arrancados en todos los vagones. Los asientos, de plástico duro, incomodan a Carolina, que lleva semanas con dolor en una pierna, así que las dos cambian de vagón, hasta el tercero, que tiene asientos más cómodos. Poco después, ya no se podrá elegir.
Después de una parada en Guanabacoa y otra en Cambute, el tren está más que completo y los viajeros se resignan a ir de pie en medio del incesante traqueteo y ruido como banda sonora vacacional.
“Esto al final va a llegar como los trenes de la India, con gente en el techo”, bromea un pasajero. Aunque hay dos policías situados en el tercer vagón, la disciplina queda aparcada y varias personas fuman sin disimulo, mientras por la ventana solo se ve hierba por doquier, campos de boniatos y algunas casuchas de madera aisladas. A medida que Guanabo se aproxima, se avista alguna rara avis: el ganado.
Son más de las 10:40 y por fin acaba lo más duro del periplo. O eso creen Arlene y Carolina, que pasean por el pueblo de Guanabo hacia el oeste, en dirección a las playas.
Cuando el mar se vislumbra, se multiplican los negocios, con su escalada de precios a la vista. Mamoncillo a 100 pesos, pizzas a 170, cerveza y malta a 200… pero los kilómetros van haciendo mella en la pareja, que busca una playa sin basura en la que acomodarse, así que termina por alquilar un coche de caballos que allane la distancia.
600 pesos después, cuando todo prometía ir a mejor, aún queda un inconveniente que salvar cuando el coche de caballos se rompe. “Son las 12 y aún no he puesto el culo en la playa”, lamenta, que aún media hora después apenas había llegado a la playa prometida.
Carolina y Arlena se sientan en una tumbona frente a la playa de Santa María horas después de salir de La Habana, pero la felicidad no dura ni un minuto, porque están en la zona privada y solo los clientes del hotel tienen acceso a esas comodidades, exactamente igual que a las bicicletas acuáticas y todo lo bueno que ven sus ojos, así que toca recoger de nuevo y ponerse a caminar.
Casi a la una y media de la tarde, nuestras protagonistas consiguen al fin sus preciadas tumbonas, frente al hotel Atlántico, y una carta con comidas a 3.000 pesos. Dos pizzas y unas cervezas alivian la eterna jornada. Una línea separa las camas lustrosas de los huéspedes del hotel de las desvencijadas de Carolina y Arlena, que al filo de las 2 de la tarde por fin se dan su primer chapuzón.
Antes de las 3 ya están recogiendo sus cosas de vuelta hacia La Habana. “¿Van a coger el tren de regreso?”, pregunta un vecino de tumbona. “¡Ni muertas!”, se indigna Carolina. Y se alejan hasta tomar un taxi improvisado que las lleva hasta Santos Suárez.
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