Matanzas/Con el despunte del alba, a las farmacias ubicadas en la calzada de Tirry, en el reparto Iglesias o en El Naranjal, en la ciudad de Matanzas, comienzan a acudir ancianos y coleros. Es temprano, pero ya el calor sofoca a quienes esperan que abra el local con una pregunta en la punta de la lengua: “¿Llegaron los medicamentos?”.
A dos cuadras del puente de Versalles espera Elsa, una matancera jubilada que padece artritis reumatoide. La enfermedad y sus 72 años no le impiden acercarse a la farmacia a primera hora para comprar sus medicamentos y los de su esposo, pero la respuesta de la farmacéutica, que asoma la cabeza sin terminar de abrir la puerta, es tajante: “No se ilusionen. Ayer no entró nada y hoy tampoco”.
“En esta farmacia nunca hay nada. Supuestamente deben surtirse una vez a la semana y se priorizan los medicamentos del tarjetón, que mi esposo y yo tenemos por nuestros padecimientos crónicos. En total, las medicinas del mes nos salen a 375 pesos. No es barato, pero el problema real es que lo que tomamos siempre está en falta”, se queja Elsa. La matancera se plantea por un momento avanzar hasta una farmacia algo lejana, pero que suele tener naproxeno, lo único que alivia sus dolores, pero “a esta hora ya todo se acabó”, piensa.
Ante la falta de antiinflamatorios, Elsa también ha intentado comprar remedios en la farmacia de medicina natural de la calle Milanés. La experiencia, sin embargo, no ha sido gratificante. “Cuando voy, no hay lo que busco, y si hay, no me hace nada”, sentencia.
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A Elsa la acompaña en la cola Cristina, una vecina unos años más joven, que asegura a este diario que conseguir medicamentos en la ciudad es una carrera de astucia y favores. “Ya no es solo que en las farmacias revendan los fármacos, sino que ahora también hay que pagarle el turno a los coleros para estar delante en la fila. Dándoles 500 pesos, por lo menos tienes más posibilidades de alcanzar las medicinas. De lo contrario, hay que procurar llevarse bien con las farmacéuticas para que le guarden lo de uno”, asegura.
Cristina, hábil en el “negocio”, conoce más de un truco para garantizar cada mes los medicamentos necesarios para tratar su cardiopatía. La primera “ley”, asegura, es tener siempre recetas a mano, “porque aquí nunca se sabe cuándo va a llegar lo que necesitas. Tengo una sobrina que es doctora y me va dando las recetas para, cuando aparezca la medicina, tenerlas actualizadas”, explica.
La mujer también ha logrado, a través de su sobrina, que un médico la atienda en una unidad destinada a pacientes extranjeros dentro del hospital Faustino Pérez. Como el centro se encuentra en las afueras de la ciudad, tiene que alquilar todos los meses una máquina para llegar a consulta. “La verdad es que yo no tengo quejas del médico, aunque de vez en cuando hay que hacerle algún regalito. El problema viene cuando abandono la consulta porque, incluso con un buen diagnóstico, si no hay medicinas no logro nada”.
La matancera asegura que todos esos “trucos” ha debido aprenderlos porque no tiene dónde más conseguir los fármacos y su pensión, de 2.800 pesos, no le alcanza para comprarlos en el mercado informal. “Elsa, por ejemplo, cobra menos que yo, 2.200, pero tiene un nieto en Miami que a cada rato la ayuda con medicinas o dinero. Cada cual tiene que resolver con lo que tiene”, reflexiona.
Entrevistado por 14ymedio, el administrador de una farmacia en el centro de la ciudad asegura que la ingente cantidad de medicamentos en falta es solo un problema más de los que enfrentan estos locales estatales. La entidad que administra, por ejemplo, “no tiene equipos de refrigeración” y está en lamentables condiciones. “Todos los años el Gobierno me dice que la unidad está en un plan de reparación capital y todos los años sucede lo mismo: cuando se acerca el aniversario fundacional de la ciudad, pintan la fachada y el interior sigue cayéndose”, reclama.
A esa farmacia es, precisamente, a la que asiste Antonio, un profesor de secundaria de 61 años y que tiene diabetes. “No recuerdo la última vez que vi metformina en la farmacia de mi barrio. Por suerte mi hija, que vive en el extranjero, cada vez que hace falta me envía un glucómetro y unas píldoras liberadoras de insulina, que son buenísimas. Si no fuera por eso, yo tendría las venas acabadas por los pinchazos”, detalla.
No obstante, Antonio hace una salvedad. “Las farmacias hospitalarias están aún peor, y a veces hay algún paciente grave y no tienen los medicamentos que necesita”. El maestro ha experimentado de primera mano esta situación, ya que meses atrás acudió con su nieto al hospital pediátrico por una bacteria que contrajo y no encontraron en toda la provincia el antibiótico que necesitaban. “Tuvimos que comprarlo en La Habana y cuando le dieron el alta y quisimos regalarle unos caramelos, el propio vendedor de dulces –entre otras cosas– tenía las ampollas de rocephin que habíamos buscado como locos”, relata.
“Así quieren que en las clases los maestros digamos que Cuba es una potencia médica, cuando todos esos muchachos han visto enfermar a sus abuelos y hermanos sin que haya con qué curarlos”, dice el maestro, que asegura que mantenerse sano en la Isla cuesta los dos ojos de la cara.
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