Salamanca/Nuestro hombre se acerca al dispositivo, recibe instrucciones y se ajusta la correa por detrás de la cabeza. De perfil, recuerda a una criatura submarina o alienígena; de frente, a un admirador de Daft Punk. Sus nalgas se acomodan sobre la banqueta, relaja los brazos y se sobresalta con una voz que sale de la nada: “A través del mundo virtual lo llevaremos a un recorrido por el mundo real”. Flotan delante de sus ojos –y de los nuestros, que estamos en su cabeza– otras palabras. Lo que está a punto de ver no es apto para cardiópatas. La advertencia está de más. Para nervios de hierro, los suyos, aunque cancanee en al menos dos idiomas.
El hombre-pez menea la cabeza y las piernas. Como es un novato en la Matrix, esos movimientos involuntarios son normales aunque provoquen risa. Azorados, sus guardaespaldas lo vigilan mientras él agita la palanca que, suponemos, guía los movimientos de su avatar. Cuando acaba el viaje, nada hacia la superficie de lo real y se quita el casco. Ha dado una vuelta por Gaza y no le gustó, se nota. Las cámaras lo asedian y quiere hablar, pero la voz le sale atarantada.
“Es muy duro lo que se ve en esas imágenes”, concluye, esquivando el micrófono que alguien esgrime contra él- CHECALO -
“Es muy duro lo que se ve en esas imágenes”, concluye, esquivando el micrófono que alguien esgrime contra él. “Es un exterminio, es un genocidio, es brutal y hay que pararlo”. Hasta ahí todo bien, pero la lengua lo traiciona. “Cuba no puede renunciar a estar condenando enérgicamente lo que está pasando”. Qué frase tan larga y fea, piensa, pero sigue. “Allá los que sean partícipes de esto, estarán condenados por la Historia”. Mejor, la solemnidad nunca falla. “Y tendrán esa carga de conciencia”. Aunque no hay que pasarse de solemnes, mira lo que pasó con Beatriz Johnson en la placa santiaguera. “Esto es inexplicable, esto es absurdo. Todos tenemos que alzar las voces y encontrar soluciones”.
Se rasca la nariz, ¿qué le habrán echado al casco? “¿Dónde está el camino de la dignidad?”, divaga, aguantando la picazón. “¿Y dónde está el camino de la solución?”. Gaza es lo de menos, medita en paralelo –para que después digan que no puede pensar en dos asuntos al mismo tiempo–; el problema es Cuba, “pueblo pequeño en cifras pero inmenso en valor”. La imagen le vuelve a salir forzada. “No subordinarse, no humillarse, no dejarse aplastar… eso le abre mucho la mente a la gente”. Por fin se apaga el discurso. Lo envuelven en un pañuelo palestino que, cuando nadie esté mirando, le servirá para secarse el sudor. Nunca más, piensa. La Matrix nunca más.
“Hay una dimensión que es la Cuba real y hay una dimensión que es la Cuba virtual”, declama
Pero se queda pensando en la epifanía de la Matrix. La experiencia lo ha iluminado. Ha apartado el velo de la ilusión y ahora ve una explicación que convence. Una teoría del todo. Si hay un mundo digital y un mundo físico, en Cuba debe de pasar lo mismo, ¿no? Claro que sí.
“Hay una dimensión que es la Cuba real y hay una dimensión que es la Cuba virtual”, declama en el primer capítulo de su nuevo programa de propaganda patafísica. (Otra idea, por cierto, brillante: ya no tendrá que viajar tanto y lo explicará todo desde el éter, donde no hay pueblo ni sudor ni masas.) Es verdad que la teoría no es nueva. Es verdad que ya Humberto López –ese invertebrado parlante– la formuló tras las protestas de 2021 y la han repetido otros voceros. Pero la experiencia en la Matrix fue tan diáfana que sería una lástima no atribuírsela a su intelecto. Si Castro fue el presidente-científico loco, el doctor Frankenstein, el caudillo de la biología y de Ubre Blanca, ¿no puede ser él un presidente ciberpunk, un mandatario informático e informatizador, máquina de generar tuits y applemaniaco?
La Matrix prospera en las calles ruinosas y terrenos baldíos donde los niños pasan horas sumergidos en los videojuegos
En su país –el pueblo pequeño en cifras similar a Palestina– están dadas las condiciones. La Matrix prospera en las calles ruinosas y terrenos baldíos donde los niños pasan horas –cuando hay luz– sumergidos en los videojuegos. La gente viste harapos pero hay quien usa el iPhone del año. Por doquier se celebran torneos de Dota, donde cada cubano puede ser un orco, un elfo o un nigromante. Con el programa adecuado, los ciudadanos se pueden convertir en un molusco venusiano o un octópodo espacial, criaturas que no pasan hambre ni necesitan mandados ni protestan cada vez que hay apagón. Un país así, recreado por una inteligencia artificial, limpio, elástico, a la medida de su epifanía, sí se podría gobernar.
“En la Cuba virtual todo escaló tremendamente”, le dice ante las cámaras, condescendiente, Arleen Rodríguez –su amiga o mejor dicho, su socia– y la voz suena como la de un psiquiatra. ¿Duda de su teoría? ¿Quiere hacerlo quedar mal? ¿Sueña con trepanarle el cráneo, con hacerle sombra, con sedarlo y ponerle de nuevo el casco? ¿Le abrirá la cabeza para investigar en qué lugar guarda, como decía Caín, las maravillosas transformaciones de la bobería? Bueno, de algo hay que hablar, Arleen. Se ve que tú no estuviste en la Matrix. La vida real tampoco es apta para cardiópatas.
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