Entre tantos patriotas a tiempo completo es imposible no sentirse cohibido. Después de explorar nuestra flora y fauna, solo puedo sacar una conclusión: el sentimiento de pertenencia a un país –apenas existente del lado de allá– aquí se exacerba, se ensancha, desarrolla facultades anestésicas o alucinógenas. Se saborea, no me lo nieguen. Pero hay algo más: como no se puede ser patriota a secas, hay que encontrar una arista del sufrimiento a la cual aferrarse. Una causa o dolencia específica en la cual militar. Así que el verdadero desterrado fluctúa entre el placer combativo y el masoquismo creativo.
¿Quién dijo que no hay que llorar? La vida no es un carnaval sino todo lo contrario. Atormentado por el malestar de no estar en Cuba, por la irresistible vocación de ser vigilado, de no hablar libremente, de acabar golpeado, arrestado, llevado a juicio y descalificado (no es imprescindible pasar por esto, pero sí estar dispuesto), el verdadero desterrado es un alma en pena. Sufre porque no sufre. Su parafernalia me abruma porque, aunque compartimos país y asco por quienes lo gobiernan, no tenemos nada que ver.
Me hacen sentir como en esa inaguantable escena de ‘Casablanca’, donde los nazis están junto al piano vociferando una canción en alemán
- CHECALO -
Me hacen sentir como en esa inaguantable escena de Casablanca, donde los nazis están junto al piano vociferando una canción en alemán, y de pronto llega Paul Henreid y arenga a la orquesta para que toque La Marsellesa. Antes de que el himno francés ahogue a los teutones, ambas histerias musicales se engarzan perfectamente. No podría ser de otra manera. He observado que no solo Humphrey Bogart se queda callado –el pleito no es con él–, sino que Ingrid Bergman tampoco se une al canto de su exaltado marido. En su cara hay más cinismo que cautela, o quizás vergüenza ajena.
¿Nos hemos convertido nosotros, los exiliados poco cantarines, en las Ingrid Bergman de la patria? ¿Será que nuestro país es más amplio o que se esfumó en el terreno de la ficción, como Nunca Jamás? ¿Somos unos desafinados políticos, que no merecen estar en la película? ¡Pero es que los desafinados también tienen corazón! Es verdad que no vibra tanto ni con tanta agonía como el del verdadero desterrado, pero existe y bombea. Sangre, no chorritos de patria.
La patria está dondequiera que uno esté bien, dice Cicerón. ¿Es tan egoísta reclamar la libertad personal, el deseo de no ser encasillado en tal o cual nacionalidad? ¿Hay que seguir toda la vida cargando con el fardo de un país y una historia? Me fatigo, señores. No se puede sollozar tanto y el cubano nunca fue así de solemne y acartonado (aunque Martí puso alto el listón.) Pero si me molesta el patriotismo ario, puro, por llamarlo de alguna manera, más me asusta cuando el subproducto político lleva apellidos. Editora de género, activista discriminado, máster en derechos humanos, experto en ecología… las maravillosas posibilidades de la corrección política se nos vienen encima y no nos damos cuenta.
Todo exceso –no lo olvidemos– viene endulzado con fervor nacional y causa justa
Gracias al verdadero desterrado –que en un futuro será el patriota genuino–, escribir con libertad se está haciendo cada vez más difícil. Los choques editoriales son sutiles e indoloros, la tachadura del corrector es más fina, se usan guantes de goma y voz pausada. Pero ahí están, casi más efectivos que los casposos censores del comunismo –son sus herederos–, atentos a que nadie resbale en el lodazal del machismo, el patriarcado, la discriminación, el canibalismo, la intolerancia, la desafinación. (Todavía recuerdo a una matrona feminista que me recriminaba no haber colado, en una novela mía, la fea expresión «Seguridad del Estado».) Todo exceso –no lo olvidemos– viene endulzado con fervor nacional y causa justa. ¿No queremos todos la libertad de Cuba?
Include me out, hubiera espetado Cabrera Infante. Cuando pienso que el exilio cubano dio gente formidable, que fundó editoriales y partidos, se preocupó de proteger la memoria y la cultura –lo único que vale la pena–, y todo con alegría y noción de futuro, sin que estar lejos les amargara la vida, los verdaderos desterrados de hoy me parecen caricaturas. Lo preocupante es que mañana, cuando esa cosa estropeada que dejamos vuelva a ser un país, estos personajes sean quienes redacten las leyes. Dios nos libre de la pesadilla del género, el número, la forma, el tiempo y el modo. Pero, confíen en que, para entonces, los desafinados seguirán también en la película, haciéndose los suecos. Como Ingrid Bergman.
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