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rímenes y pecados. El 27 de abril de 1971 se escenificó en La Habana uno de los actos de autoinmolación pública más vergonzosos en la historia de Cuba. Frente a sus compañeros intelectuales de la Unión de Escritores y Artistas Cubanos (Uneac), el poeta y periodista Heberto Padilla presentaba una autocrítica feroz de su pretendido comportamiento contrarrevolucionario. Poco antes había padecido un encarcelamiento de 37 días por posturas y acciones contrarias al interés de la revolución, y su liberación había sido decidida por la presión de intelectuales de la talla de Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Susan Sontag, Marguerite Duras y los escritores latinoamericanos Mario Vargas Llosa y Carlos Fuentes.
Fuera de la cárcel, el escritor tuvo que someterse a un escarnio todavía mayor, a una tortura moral insidiosa: obligarse a renegar públicamente de sus propios escritos, asociar en ese acto a compañeros intelectuales por faltas semejantes, elogiar lo anteriormente criticado, y presentar, de modo humillante, la amarga transición de antiguo compañero ideológico a una condición actual de virtual traidor a la patria.
A partir de la recuperación clandestina de un archivo clasificado, en posesión del Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC), y con imágenes del documentalista Santiago Álvarez, el cineasta cubano Pavel Giroud, radicado en Madrid, propone El caso Padilla (2022), un documental que, de manera inédita, presenta el mea culpa del poeta frente a sus compañeros intelectuales, entre los que destacan Virgilio Piñera, Reinaldo Arenas, Antón Arrufat y Roberto Fernández Retamar. En sus rostros se aprecian signos de perplejidad, pero también de desasosiego, pudiendo cada uno de ellos encontrarse, en algún momento, en la piel y situación de quien de tal manera oficia su propio sacrificio.
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¿Y qué pecados ideológicos debía expiar el poeta? Primeramente, haber opuesto en sus escritos una actitud pesimista y desencantada a la visión épica y positiva de la revolución cubana, haber validado también la pretendida frivolidad de un corto documental como P.M. (Cabrera Infante, Jiménez Leal, 1961) sobre la vida nocturna en La Habana, y sobre todo haber aprovechado el reconocimiento internacional a sus obras para desacreditar los logros sociales del pueblo cubano. Lo cierto es que desde 1966, a su regreso de un viaje a Moscú, el escritor había endurecido sus críticas a un proceso revolucionario que, en su opinión, restringía la libertad de expresión y transformaba a artistas y escritores en simples portavoces acríticos de un régimen autoritario.
Aunque Giroud ofrece con buen criterio archivos diversos y entrevistas que enriquecen el contexto político del asunto, lo realmente notable es la proeza histriónica que despliega el propio Heberto Padilla en el documento visual rescatado. Con el rostro sudoroso y un nerviosismo difícil de disimular, el poeta consigue mantener el aplomo suficiente para dar de sí la imagen de un artista sinceramente arrepentido por faltas morales y crímenes ideológicos inventados o convenientemente magnificados. El espectáculo de autohumillación pública resulta a tal punto inquietante en su creciente patetismo, que, sin mayor esfuerzo, el trabajo de Giroud cobra en su conjunto un dramatismo inusitado en este tipo de documentales políticos. La única comparación posible es la cadena de autocríticas similares, auténticas extorsiones de un terror estalinista, que muestra el ucranio Sergei Loznitsa en su documental El juicio (2018), sobre las purgas políticas y los fantasiosos cargos contra disidentes políticos en Moscú en los años 30.
En ambos casos, sin embargo, es evidente la ausencia de un elemento crucial susceptible de incrementar la veracidad y poderío de la denuncia, y esto es el impacto y repercusiones que tales abusos autoritarios pudieron tener en su momento sobre las poblaciones afectadas. De algún modo, Giroud compensa ese pendiente mostrando cómo en noviembre de 2021, 50 años después del caso Padilla, en las afueras del Ministerio de Cultura cubano, un grupo de manifestantes exigían una mayor libertad de expresión y pensamiento. Un colofón agudiza todavía más el patetismo de un destino contrariado: Padilla muere en 2000, en Auburn, Alabama, a los 68 años, casi olvidado e irónicamente incomprendido.
Se exhibe en Cineteca Nacional, cine Tonalá y Casa del Cine.
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